O cómo ser un dodo y no extinguirse en el intento
Por: Jaime Martínez
Tres dodos. / Imagen libre de derechos intervenida por David Riera.
Hay una rara avis oteando el horizonte desde la cruz de cemento de una iglesia menor. Su plumaje es minimalista, quiere comerse el mundo, su género ha sido descrito como thrash de pueblito mágico, o es, digamos, un acercamiento a la electrónica desde el rock progresivo, el jazz, y/o la búsqueda de un noise primigenio. O quizás su género es un skate punk bailable, crudo, bien cerdo y con letras antisistema más o menos ingeniosas. O simplemente grindcore, a la antigua usanza. Se enfrenta a la indiferencia detrás de la guitarra, del micro o de la laptop, espera mostrarse como el ser creativo que es, intenta ser comprendido primero y amado/odiado después, pero a su show no llega ni la mamá. Toca para nadie, con los ojos cerrados y un regusto amargo en la boca, termina el set, desconecta el cable con rabia. Guarda el equipo, sube al bus cargado de instrumentos y ahí mismo decide trocarlos en la Red por algo que no le haga sentir tan jodidamente solo. Y eso fue el final de una especie.
Cuando la gente usa la expresión «ecosistema cultural» en las conversaciones sobre artistas y gestores pasando hambre (o al revés: engordando el culo en oscuros laberintos burocráticos), no puedo evitar el sobresalto. No es tu culpa que se estudie Ecología en los colegios por encimita nomás, o que durante la pandemia nuestros héroes del rock tuvieran que volverse vendedores ambulantes, chefs, mensajeros, carteristas o pornógrafos. Tampoco es mi culpa, melómano lector desconocido, simpática y vanguardista lectora, pero lloremos juntos, pipol: la inmensa mayoría de los músicos independientes de nuestra rica escena local, está conformada por hermosas y raras especies en peligro de extinción.
Y cada uno cumple su rol en esta salvaje pecera de mediano tamaño, pero de infinitas posibilidades. Bandas para tocar en bares, en fiestas, en templos, en plazas o en tarimas sobre la loma de algún fin-del-mundo. Planteamientos de metal, de rap, de punk, de guitarra de palo, de rabia andina, de descarado pop, de balada romántica con tono irónico, de rock cerebral, de rock vecinal, de post rock, de ruido, de happy techno, de covers. Música para coreografía, butaca, pogo, venganza, trencito, mirada al vacío. Trago, drogas, pretextos, papitas fritas, sexo. Antros, festivales, teatros, aquelarres clandestinos, húmedos sótanos invisibles desde el exterior. Músicos virtuosísimos y sin alma, almas supurantes de sentimiento pero con los dedos más torpes de la ciudad, freaks, artistas vagos pero carismáticos, entertainers, rockeros humoristas, adictos con swing, locutores aficionados, bullies de conservatorio, delincuentes ingeniosos, genios atorrantes, grupos que simplemente ensayarán por siempre jamás, porque alguien nunca estará conforme; otros que después de dos ensayos se sienten Sepultura, o peor, Mägo de Oz.
La cosa era así desde finales de los noventa, había de todo menos estructura, y con esa bendición vino también el fin de las propuestas menos convencionales. Dice la leyenda que fue una combinación de mala suerte, alienación, auge del CD virgen, desidia, amateurismo militante, represión cultural y capitalismo. Con el milenio se fue el billete para proyectos musicales en busca de mercados menos desnutridos, dejándonos a merced de la única industria musical sólida en nuestro país: la del mundillo de la tecnocumbia. Malditos genios, se inventaron una suerte de autopiratería con distribución a gran escala, mientras a nuestros punkeros se les pegaban los zines a los dedos con «soluca» rancia.
A los que nos tocó vivir la última ola de rock nacional, nos queda para siempre la melancolía de haber visto al público gozar al son de las más disímiles propuestas. Barra libre de rock (libre) ecuatoriano para todos, pipol, y es que había una oferta admirable para los más raros especímenes musicales: diversidad, el síntoma de un ecosistema saludable.
Acá en Cuenca se sentía como vivir en una burbuja con ventana al infinito. Te podías topar con los personajes de la escena nacional en cualquier paseo por el parque, mientras que en sus laboratorios, nuevos engendros mezclaban subgéneros como científicos locos. Pero la hegemonía sistémica nos uniformó el futuro mientras la radio rock, traidora en esta historia, hacía pauta con el diablo y en los servicios de streaming los chicos ponían en replay la misma tonada complaciente.
Finalmente, la pandemia arrasó con proyectos incipientes como hojas secas a merced de la tormenta.
Por suerte, no todo es trap en esta trampa: nos sobreviven especies resilientes de pantano o de desierto, de orilla de río o de antro de mala muerte. Está el maravilloso T, que expone su politoxicomanía como una herida abierta, atacando su instrumento o en largas diatribas antisociales de una extraña belleza en las redes sociales. También el increíble JD, presa de una sensibilidad inquietante, nunca aceptado por los indies, para quienes nuestro amigo abrió camino y recientemente ha anunciado nuevas mutaciones sonoras como cura para la tristeza. O cómo olvidar a N, mesías de los géneros extremos pero profundo conocedor de la música popular, dando cátedra de supervivencia, regentando ensayaderos y pizzerías con la misma destreza. O a nuestros nuevos muertos del rocanrol, víctimas de un sistema que no los tomó en serio como artistas; entre 2019 y 2021 conté cinco y nos dejaron huérfanos a todos. Y a esa gama de nuevas y desprejuiciadas propuestas que, dejando atrás noventeras ambiciones de fama y fortuna, emprenden la búsqueda de su esencia trabajando como obreros, como hormigas del rock o escarabajos de lustrosos élitros, empujando su bolita de caca fundamental, cargando diez veces su propio peso, como decía el Pity Álvarez.
El fenómeno cuencano y universal de dejar atrás aquello que no es tendencia, en beneficio de aquello que nos dicen que debemos comer sin masticar, tiene un componente fascista sumamente detestable. La lucha de clases en nuestro rock local se vuelve más obvia mientras la brecha crece, y sospecho que a JD lo desprecian por místico, a T por vivir ebrio y a N por representar a las bandas del pueblo. Habrá que beber de ese regalo antes de que la fuente se contamine, pero como corresponde a nuestra azarosa escena musical, el destino no está escrito.
Jaime Martínez. Músico, compositor y gestor cultural nacido en Guayaquil y radicado en Cuenca desde 2000. Ha participado de los conjuntos: Raza de Caín (Machala, 1995-1998), El Clan Nosferatu (Quito, 1998-2000), Rojo Garrote (2000-2004), Los Zuchos del Vado (2002 hasta la actualidad), Los Reciénmuertitos (2006-2013), Los Animales Lisérgicos (2011-2015), Naufragios (2019-2021) y un largo etcétera. Ha escrito alrededor de 300 canciones para sus diversas agrupaciones o como experimentos solistas; la mayor parte se encuentra en los servicios de streaming. Igualmente, ha escrito música y textos para teatro. Ha dictado varios talleres de composición y escritura creativa con enfoque de canciones, a través de su propio método. Actualmente se desempeña como coordinador de la Casa Patrimonial de las Posadas.