Del gagón al perreo. Intersticio y multiplicidades en la cultura popular
Por: Juan Martínez Borrero
Elvira Palomeque, Abel Rodas, Roy Batty y Arnold Hauser. Imágenes libres de derechos intervenidas por Juan Contreras. Cortesía.
¿Arte popular o arte para el pueblo?, se preguntaba, el ahora olvidado, Arnold Hauser, a quien conocí hace décadas. Lo que Hauser sentía es la angustia del especialista de élite que encuentra una profunda diferencia entre el ser de la cultura y el estar de la cultura (que no su malestar). A Hauser le dolía que las cosas que la gente ha hecho fuesen derrotadas por las cosas que las gentes hacen para ellos-otros. Este historiador no estaba muy lejos de Mattelart, a quien escuché en Quito explicar cómo el esquizoide Pato Donald introducía en las mentes de todos, niños y mayores, un ideal capitalista de la vida, el aislamiento de los niños-patos sin progenitores, la piscina de monedas de su tío, Rico McPato, y los conflictos permanentes que impedían una relación sana.
Hauser no se revolcará en su tumba ni Mattelart mascullará en su retiro, aunque quizá haya alguien que, como yo, también los recuerde en estos instantes. Tenía que llegar el gran Deleuze para enseñar a las pequeñas máquinas infantes que la cultura popular es rizomática. No existe la o, se suman las íes en forma infinita, para tapizar las culturas populares en su rostridad nómada.
No existe, casi no existe, apenas está la cultura popular que, llamada folklore, admiraron M. A. Landívar, C. Ramírez, G. Malo, E. Vintimilla, G. Pesántez, J. Cordero, de la mano de Carvalho Neto (¡ah!, este genio brasileño que iluminó a todos, sin vela en el altar, hasta a la misma O. Fisch, quien llegó en Zeppelin, de la lejana Hungría, escapando del monstruo de los bigotitos y el flequillo).
Olga Fisch, cortesía de Pablo Corral. Manuel Agustín Landívar, autor no identificado, cortesía de Gustavo Landívar. Jacinto Cordero Espinosa, autor no identificado. Fotografías intervenidas por Juan Contreras.
Yo conocí a Antonio Suplahuichi, el tallador de los pequeños altares de San Lucas; a Elvira Palomeque, la única mujer ceramista de Chordeleg; a Abel Rodas, el tejedor de los más bellos ponchos de lana; a Pompilio Orellana, quien conservó la tradición de la mayólica en los Andes y que fue descubierto por la gente de Cuenca. Estuve en sus casas de paredes de adobe y bajareque, llenas de humo y con las fotografías coloreadas de los hijos en la conscripción. Encontré a las últimas golpeadoras de huactana en Shaya y a los tejedores con telares de Jacquard en Tarqui. Conversé con Luis Tuba, el arreglador de cuartos de Cumbe, mientras elaboraba flores de papel brillante en moldes de madera, cuando los adustos priostes descansaban sus cuerpos ajados en sus mujeres fuertes y sagaces, sin las cuales no hubiesen dejado de ser unos simples borrachines que soñaban más con ser diablo huma que cargador de la cruz o el que arranca la cabeza del gallo, si hubiesen podido…
En el pozo profundo del tiempo, las líneas circulan bajo la tierra conectando al Huahual Shumi con el Cojitambo, se trata de un espacio subterráneo sin retorno en el que hay que moverse underground por los ceques, despacio, para un poco después salir a la caverna y encontrarte solo, henchido de vejez y pelos hirsutos, jadeante y moribundo, sollozando por la ambición.
¿Cómo se te ocurrió, hombre, subirte al árbol? ¿Acaso no escuchaste la voz cantarina de la huaca, llamando a los niños aucas, entre el croar de los sapos? Y, después, ¡ayau!, convertido en el marido de esa poderosa genio de la tierra que vivió allí miles de años, siempre transformada y destructora, creadora continua de cactus pinchudos, cuya tensión permanente mantuvo en su vagina dentada. Mama Huaca, con quien me encontraré como punto final de mi vida, ¿cómo puedes existir aquí, milenios después de juntarte a adorar a la Gran Imagen?, ¿cómo ocultas todavía las mazorcas de oro que fueron regalo para los Kadiwéu del Paraguay?; tú transformas todavía a los niños, grotescamente entregados por sus madres, en seres monstruosos y subterráneos que te llaman «mamita».
¡Ay! Cultura popular del mote pillo y el encebollado, del cuy con papas y la cuchicara, del morocho caliente con empanadas, del broster, del chaulafán y la salchipapa; del reguetón y el perreo, del pasillo de la inexistente rocola, de la cantina y el bar de mala muerte; del bus y el TikTok, del parlante estremecedor; de la naricita respingona. Cultura popular, cultura para el pueblo, cultura de las masas, cultura para las masas, del zapato de moda, de la pupera, de la disco del viernes por la noche y el shawarma adulterado que come el disc jockey; de la limpia y el mal de ojo, del huevo de codorniz y la pomada de coca y mariguana.
En el centro de la plaza se escucha la melodía fúnebre, solo por un momento, luego se impone el movimiento. Al botar hacia arriba, el huayro impulsa el cadavérico individuo y el tenue oscilar de una mosca verde metálico marca el destino de su mujer, de sus amigos, de sus cosas y sus parientes, quienes están a la espera de la confluencia de los ríos que se llevarán, en el cinco, sus cenizas, sus sentimientos y sus tremulaciones nocturnas, sentidas sin dudar en la recogida de los pasos, ¡aun cuando se metiesen por la ventana!
Yo no he estado, como Roy Batty, junto a las puertas de Tannhäuser, pero tengo fecha de expiración y también supe que lo que vieron mis ojos moriría pronto. El telar de Abel Rodas se murió con él. Sobrevivieron apenas unos palitos mal amarrados que sus hijos guardaron como si tuvieran algún valor, ¡pero si era el anciano Abel quien se enfrentó, como el otro, a la mandíbula de burro del olvido!, ¡él era el telar y la memoria, el color de las plantas y los dedos que escogían los hilos del ikat para hacer sus ponchos llameantes! Y pensar que, en los lejanos ochentas del siglo pasado, se le llamó: «el último tejedor de ponchos de Chordeleg». ¡El último!, como Elvira, Antonio, Pompilio, Luis…
Cultura popular, cultura para las masas, cultura de las masas…
Conocí la frase de Éluard «Hay otros mundos, pero están en este» a través de Pauwels, Bergier y su colección de libros, la que abrió los caminos para recibir la influencia del Don Juan de Castañeda. ¿Cuántos mundos hay en esta infinita superposición de olvidos y recuerdos, de nostalgias y recreaciones?
Del «sin que te roce» al «¿a dónde va la reina coja?»; del juego del sapo al del diablo; de la chueca escopeta de balines al infinito girar de la chirriante rueda moscovita, desde la que se veía el zoológico en la calle Bolívar; y mucho más lejos la caja de vidrio de la desnuda —y temblorosa— mujer faquir.
Huevitos de faltriquera, alfajores de costra y ajonjolí, galletas de manteca, dulce de sambo con naranja, cañitas de melcocha de azúcar, tocte con mote y panela; Pulparindo y Takis; chicharrón y cuchicara, sancochos, morcillas y chicha. Cultura popular, pizza, hamburguesa, hot dog de carrito, pollo al carbón y chanfaina. Boca que se hace agüita, aroma de cebolla que se pega en los dedos, agua caliente en la madrugada, trago y sangorache.
«Agua o peseta», bombas de Zaruma y chisguetes con nuevo uso, baldes desfondados y lavacaras viejas. Carnaval, dicen que, de polvo de oro, pero que yo recuerdo de fenolftaleína que sangraba las blusas blancas. Sujetos avezados que cazaban los matrimonios a punta de bombardeos insufribles. Dótenos, Señor, de fuerza para acabar con esa gente.
Disfrazados en las calles, la muerte en calzoncillo y el payaso carimaso; el hombretón que mueve coquetamente las caderas; el niño que cantaba, a voz en cuello: «Payaso que no valistes [sic], a tu taita te parecistes [sic] / […] Tu mamita sin calzón y tu taita cabezón», antes de que le descerrajasen un morcillazo. Cosplay y drag, cultura popular en patineta y en volada de ecuavóley. No sé en qué soñaba Bajtín al situar esos mundos en el entorno de Rabelais. ¿De repente, no te diste una vuelta por aquí, guambra, entre el fuego de los años viejos y el plañir de las viudas?
Rasgaba el harpa unas cuerdas de guitarra y el violín asentado en el pecho intentaba soñar con la caja y el pingullo. Sonaba al tiempo, lejos, la chirimía, ordenando con su voz tiple el movimiento de los caballos. Circulaba la chicha, shilas enteras que nutrían el embriagar de la gente de ojos vidriosos, liberada de las rutinas y la miseria. Chicha dorada, la que bebí tantas veces y añoro, áspera y amarga, la de Charcay y Machángara, imposible de preparar sin el pucuchi.
Cántaros de barro oscuro, rojo, puca-sangre; tarea de mujeres de manos toscas de tanto acariciar la tierra; fuego de paja y chamiza de la que se levantaban lenguas cantarinas en la noche con estrellas, en la negra noche con estrellas, en la noche con estrellas y luna con cuscungos anunciantes del destino y sisear de chucurrillos.
Ollas en que cocinaste maíz pelado, ollas de aluminio desfondadas de tanto cocer arroz, ollas embarradas del detrito de gas y kerex, ollas vírgenes de la inducción eléctrica, escondidas vergonzantemente en el último rincón de la cocina vieja. Cedazos y cernidores, máquinas Corona y guarda fríos, olvidados y viejos cangadores.
Recuerdos de muertes tempranas y fotografías desvaídas de rostros anónimos y niños tiesos en sus cochecitos. Filtros de Instagram y uso magistral de los efectos. Cultura popular y cultura para el pueblo, cultura para las masas y cultura de las masas. Rizomático devenir animal.
Juan Martínez Borrero (Cuenca, Ecuador, 1955). Historiador, escritor y docente investigador. Cuenta con estudios en Historia de América y en Ciencias de la Educación en la especialidad de Historia y Geografía, y con una Maestría y un Doctorado en Historia y Ciencias de la Educación, respectivamente. Fue profesor en varias universidades y se jubiló como profesor principal de la Universidad de Cuenca. Trabajó como investigador y subdirector técnico del CIDAP y como director del centro de enseñanza de español Estudio Sampere, desde 1995, y del proyecto educativo para niños Jóvenes Ingenieros, desde 2017. Ha publicado los libros La pintura popular del Carmen, identidad y cultura en el siglo XVIII; La cultura popular en el Ecuador (con H. Einzmann); Detrás de la Imagen, un estudio sobre la iconografía popular en el Azuay; es coautor de la obra De lo divino a lo profano, arte cuencano de los siglos XVIII y XIX. Además, ha dirigido varios proyectos de investigación y es miembro de diversas organizaciones culturales y académicas.