Seré mi última muñeca
Por: Pepita Machado Arévalo
Yo misma fui mi primera muñeca.
GLORIA FUERTES
Pepita como su propia muñeca, ilustración de Machado intervenida por Juan Contreras.
Instrucciones para leer: lo escrito en Comic Sans son imperdonables autocitas, acordes a la hipérbole del timeline de mi vanidad intimista.
Ayer iba caminando por la iglesia de San Sebastián detrás de una señora mayor, mientras ella ponía la mano en la pared y se persignaba. La imité. Después pasó, con calma, junto a un bultito gris. Al acercarme vi que era una rata muerta y empecé a correr por mi vida. Pensé: «Algún día tendré esa paz».
Esa escena me recordó a otra, de hace siete años, que escribí en mi diario:
En mi proceso de envejecimiento, he notado que nada se compara con la templanza de las mujeres mayores. Cuando era una joven atribulada, soñaba con despertarme un día convertida en una anciana, ya superadas las cuitas sexuales y reproductivas de la vida de una mujer, y en contemplativo descanso. La juventud es una cosa bella, hay osadía y un poco de inconsciencia, también una pureza de los sentimientos que, con los sucesivos golpes, se va volviendo selectiva; pero también, en ciertas personas, hay una tendencia al martirio; en mí, fue notoria desde pequeña. Recuerdo que una vez, de adolescente, estuve en un retiro rodeada de personas mayores. Nos pidieron que escogiéramos un símbolo que nos representara. Yo tomé una tapita con agua y dije: «Quiero limpiar mi mente de pensamientos horribles».
Paradójicamente, los años hacen que una sea, siempre y cada vez más, otra, pero en realidad la misma, solo que deshidratada. Quizás seamos las mismas personas, con esa misma ternura, esa misma capacidad de sorpresa y ese mismo terror, pero con lecciones conocidas que se incorporan como figuras dactilares, al igual que los anillos de crecimiento de los árboles. He pensado en las mujeres que he sido y, en realidad, todas han sido yo misma: todas me habitan, como muñecas rusas. Una mujer vieja es eso: una bebé, una niña, una adolescente, una joven, una adulta; contiene dentro de sí, como en el tronco de un árbol, sus anillos de crecimiento; y tiene exactamente las mismas figuras dactilares que se gestaron en el vientre de su mami, a las veintitrés semanas de embarazo.
Escribo esto mientras escucho, en el piso de arriba, los llantos de una bebé y los arrullos de su madre. En el piso de abajo, una nuera mayor se dirige a su suegra anciana, para asearla.
Jamás podré volver a escribir algo como esto sin sonrojarme, pero nunca volveré a estar tan segura de mí misma. ¿Qué puede pasar en la mente de una niña para que se quiebre?
Pasada la pubertad, mi autopercepción cambió después de haber tenido terror de usar sostenes, repudio por la menstruación y mortificación por ser llamada «señorita» —la misma que sentía cuando empecé a ser llamada «señora» y que se renueva cuando me dicen «madrecita»—. Nunca lo había notado hasta que escuché a la actriz Angélica Aragón —cuya telenovela Mirada de mujer me repetí hace poco, mientras planchaba en mi nueva casa, con ollas hirviendo en la cocina—. Ella decía que la niña es alegre, curiosa, risueña, chistosa, pero que, después de su primera menstruación, se vuelve callada. ¿Qué cambia en la niña? Empieza la preocupación por la mirada externa —por la apariencia— y la necesidad de agradar, pero también la introspección.
En un texto que escribí a los 17 años, cuento que, cuando mi mami me compró formadores, a los 9, me puse a llorar, mientras que a otras niñas se los compraban aun sin necesidad y por gusto. Cuando me llegó la menstruación, un 28 de febrero de 1997, también me puse a llorar, sentí que toda mi niñez pasó ante mis ojos con la rapidez con la que se cocía un huevo en el microondas que estrenamos aquel día. Después de ese acontecimiento, ya no volví a ser la misma. Me dibujaba con los ojos caídos y con bigotes:
Autorretrato de cuando Pepita Machado tenía trece años. Cortesía.
Desde entonces, empecé a sentir incomodidad con la feminidad. La sufría, aunque también me gustaba. Tenía una doble naturaleza y empezó mi obsesión con el cuerpo —el sufrimiento por no cumplir con los cánones de belleza, la gordofobia internalizada, mis complejos de clase—. La relación con la feminidad, según una experta en registros akáshicos, es la fiesta de los quince años de una niña. Cuando cumplí quince, vestí una chompa inmensa de los otavaleños, era gris. No quise fiestas; tomamos un té, entre la familia íntima, y mi mejor amigo Daniel me obsequió unas flores. Por entonces la categoría emo no existía en Santa Ana de las Aguas, pero supongo que yo lo era:
Aunque siempre fui muy buena ocultando mis emociones, cuando empezaron a desbordarse, hablé con mi familia —según mi diario—. Mis padres y hermanas me escuchaban, pero, finalmente, solo dependía de mí —según decía— olvidarme de todo: «Mi miedo no tiene fundamentos, es algo que yo sé que no es, pero por lo mismo sufro, porque no puedo dejar de pensar en eso». Unas semanas después de esa explosión emocional, me informaron que tenía «la mente morbosa». Años más tarde, comprendí mis patrones de ansiedad y de pensamiento catastrófico. El diagnóstico para una mente que sufre, surja de la palabra amiga o de profesionales, es un bálsamo. Cuando era niña no estaba normalizado, como ahora, hablar de salud mental. Los psicólogos y psiquiatras eran considerados para casos graves y nos enseñaron a «salir adelante» por nuestros propios medios, aunque amaneciéramos un día convertidos en insectos, con las patas hacia arriba. Eran nuestras herramientas.
Puse a secar las rosas que me regaló mi tía Alicia a los quince años. Empecé a hacer, con trapos, una muñeca para calmar mi ansiedad. Grabé en un casete mis canciones favoritas y tuve muchas ganas de escribir cuentos, «pero no cuentos sobre cosas que me atemoricen, sino cuentos sangrientos. La sangre es una de las pocas cosas a las que no le temo». El arte me acompañó desde chica, para convivir con la angustia. Semanas después anoté que estaba más tranquila y que me desesperaba no tener problemas. Así comenzó una larga etapa de oscilación, entre la perturbación y una tranquilidad ansiosa. Noté que cuando peor estaba mi salud mental, escribía. Años después, empecé a descubrir la pintura. Pintaba cuando estaba feliz. Escribía seis meses al año y pintaba los otros seis. Como los árboles, experimenté la influencia de los astros, de las estaciones, de las fases de la luna y de mi ciclo menstrual, y con los años empecé a conocerme.
Un día, en la pandemia, atravesé un duelo, porque se había acabado mi vida como la conocía. Volví a vivir en la casa de mis padres, ese retorno que alguna vez estudiamos en Poesía Hispanoamericana. Mi sobrina Manuela, que entonces tendría unos nueve años, me dijo que parecía un payaso, porque siempre trataba de divertir a las demás personas. A pesar de eso, por dentro estaba triste. Durante muchos años viví dedicada casi exclusivamente al trabajo y abandoné mis espacios de catarsis. La escritura se convirtió en hacer discursos para otras personas, en ser ghostwriter de quienes trabajaban en política, en armar presentaciones e impartir conferencias. De vez en cuando escribía acalorados ensayos sobre coyuntura, en clave feminista y unos pocos artículos académicos bajo formalidades específicas. Toda la rabia contenida, por la represión de mis anhelos o por la ausencia del diálogo que tuve de niña con tanta facilidad en mis diarios, se convirtió en peleas en Twitter y en escritos panfletarios. Mi vida íntima casi desaparece. Y todo eso en algún momento explota.
Comencé a meditar y esa práctica me dio paz, pero tuvo un efecto imprevisto: la claridad y el orden trajeron consigo recuerdos que tenía bloqueados, viejas angustias y temores. Entonces decidí ir a terapia. Cosa que no era usual, algo que quizás debí haber hecho desde adolescente, para entender un poco mi sufrimiento. Mi terapeuta me pidió hablar del miedo que tengo, indagar de qué se trata, cuál es su objeto. Escribí:
Llevo cuatro años en terapia y, desde entonces, mi vida ha mejorado. El proceso es largo y profundo y me he entregado a él con fe, con responsabilidad, con el compromiso de ayudarme a mí misma. Aunque, empecé como una Britney calva —avergonzada y sintiéndome culpable por todo—, he podido encontrarme y reconocer los patrones de pensamiento obsesivo que tengo desde la infancia. He podido identificar mis miedos y, uno a uno, los he desafiado, he dialogado con ellos, los he desarmado. Unos me causan mucha ternura, risa; otros, compasión y terror, pero cada vez menos. He empezado una búsqueda espiritual, no solo en espacios de retiro, donde he podido compartir mi angustia.
Es cierto que el martirio resulta un terreno fértil para la creación artística. Es cierto que, quizás, antes pintaba y escribía cosas más interesantes, pero también me disociaba, pensaba constantemente en la muerte, no tenía conciencia de mí misma, vivía una vida que no me hacía feliz, para ceder a presiones externas. Mi sufrimiento se multiplicaba, porque, al ser feminista, no era una buena feminista; porque acarreaba todos los mandatos de la culpa y supongo que no he sido cool ni disruptiva ni dueña de mí misma, sino, más bien, una señora que ve telenovelas y llora mientras plancha.
Quizás, ahora que estoy más integrada, es más difícil crear desde esa luz. Aún tengo mis bajones, repito patrones; pero tengo a la mano técnicas para controlar mi ansiedad. La muerte ya no es una amenaza para mí. Así que he decidido tratar de pasarla bien y, si me siento triste, escribo, dibujo, llamo a mis amistades, doy un paseo, hago compras emocionales o duermo. Además, hago mis performances cada vez que siento que algo me pincha los issues fundacionales. Hace poco se me ocurrió vestirme de rosado integral y celebrarme los quince. Abrazo a una muñeca como quien acepta su feminidad. Ya no pienso que masculinizarme es un requisito para el éxito. Permito que esas emociones fluyan, no las ignoro y ya no me paralizan. Algo muy importante es que reconozco y expreso mi ira. Ya no trato de ser buena, sino de ser justa y de señalar lo que no está bien y aceptar lo que me jode, porque antes no lo hacía y me enfermaba por dentro. Los límites son esenciales. Lo que más me ha costado es acostumbrarme a la tranquilidad, al placer y a las rutinas, a que en las historias cotidianas y en el aburrimiento también hay vida y belleza. No todo es grave y no solo lo feo es hermoso.
Tengo un compañero muy amoroso, con quien hablo siempre de lo que pienso; mi familia me cuida mucho; me sostienen mis amigas que pasan por problemas similares; voy semanalmente a terapia y encontré herramientas muy valiosas, como el estudio de la espiritualidad científica y la sanación pránica, aunque también me he encomendado a los ángeles. Siempre creí en Dios y en la Virgencita, tengo mis estampitas y altares. Todo este proceso ha resultado en que vuelva a pensar como la niña de nueve años que hace bromas; además, he hecho espacio y tiempo para escribir —y ya no sobre sangre, sino sobre los temas que, precisamente, me atemorizaban— y en la pintura, que ha evolucionado hacia formas cada vez más coloridas y estridentes, encontré un lugar para no pensar.
El proceso de sanar no es lineal y talvez no termina —o para mí no ha terminado todavía—, pero es valioso en sí mismo y siempre es hacia adelante. Incluso en el error hay beneficios, todos los caminos son el camino. Estoy segura de que me falta muchísimo por aprender. En cada etapa descubro cuáles han sido mis temores y voy encontrando explicaciones y reparando: como si sacara otra muñeca de mí misma y dialogáramos, como si visitara las grietas de cada anillo de crecimiento para repararlas.
Yo tengo un amor muy grande por las bebés, niñas, adolescentes y jovencitas, porque me veo en ellas y sé qué tormentos podrían estar atravesando. También soy muy observadora de rostros que fueron radiantes y cómo eventos canónicos, como la menstruación o los matrimonios, los fueron amargando. Sé que están atravesando su proceso y que volverán a brillar, si es la voluntad de su alma.
Mi mente es una biblioteca emocional que guarda diarios de todas esas etapas, aunque los problemas de salud mental —como defensa— fueron cavando lagunas mentales para protegerme. La escritura y los recuerdos de mis hermanas son mi memoria. Aunque, a veces, todo termina en un diagnóstico online falso de cáncer, al final, pasa. Me imagino a mí, de vieja —edad a la que no había pensado llegar, sino hasta ahora—, diciéndome que todo va a estar bien. Me veo, a mis treinta y siete años, diciéndole a la guagua de catorce que veinte años después iremos a terapia, luego de varias catástrofes y de muchas alegrías, y que quizás debimos haberlo hecho antes, pero la vida es perfecta como es, porque, para el propósito de nuestras almas, era necesario ese aprendizaje. También le digo a la niña de nueve que la admiro por su absoluta integridad y por carecer de una autoimagen distorsionada y filtrada por los cánones y por los juicios externos.
Un día me leyeron el péndulo y me dijeron que soy un alma muy vieja. No sé qué dolores traigo conmigo, pero sé que también tengo mucha sabiduría en mí. La risa me ayuda y, al haber vivido tantos años disociada de mi cuerpo, entiendo que una vida excesivamente mental produce monstruos, por eso, trato de hacer otras cosas. Intento moverme o contar mis preocupaciones y no guardarlas. Soy una payasa, pero ya no soy una triste; tampoco soy, como en la película Joker, el payaso que regala a un amor el muñeco que lo representa, para poner en otras manos su redención, con el desgarrador riesgo de que se lo devuelvan. Me amarco a mí misma y estoy conmigo, ya no estoy sola. Lo más difícil de todo ha sido darme a mí misma la validación que buscaba afuera y también dejar de actuar para complacer al resto y enterrar el deseo de que «me quieran». Ser querida, durante muchos años, fue mi cautiverio, porque implicó renunciar al criterio y a la palabra, para agradar a las personas incorrectas. Las personas correctas no nos dejan de querer cuando más auténticas y nosotras mismas somos.
Soy una muñeca que es muchas muñecas que se abrazan unas a otras y que se contienen unas a otras. Fui mi primera muñeca y seré mi última muñeca. Quiero ser una muñeca vieja que no corra por su vida si ve, en la calle, un borracho o una rata; una con muchos anillos de crecimiento.
Pepita Machado Arévalo (Cuenca, 1986). Es máster en Estudios Lingüísticos, Literarios y Culturales. Además, escribe ensayos y columnas de opinión, que se han difundido en medios nacionales e internacionales, sobre los derechos de las mujeres. Actualmente explora la poesía y la narrativa.