Monda & Lironda

REVISTA AZUAYA ESPECIALIZADA EN CRÍTICA CULTURAL Y ESCRITURA CREATIVA

NÚMERO 23

noviembre-diciembre 2024 | CUENCA, ECUADOR

Una confesión íntima

Por: Ambar Chica

 

Imágenes libres de derechos intervenidas por Juan Contreras.

A los dieciséis años me prometí a mí misma que me suicidaría cuando cumpliera veintitrés. No podía hacerlo en aquel entonces porque vivía con un padre amoroso, cuyos ojos me recordaban siempre a las luciérnagas, y con una madre estricta y violenta. Cualquier indicio de intentarlo podría haber desembocado en una pelea abrupta y una paliza. Siempre preferí el dolor mental al físico. Para otros es al revés, pero yo tenía claro, desde los cinco años, que prefería mil veces un insulto en lugar del golpe, en cualquiera de sus modalidades. Por lo demás, siempre odié a mi madre; los pocos intentos de amarla, cuando aún era pequeña, se difuminaron rápidamente después de las palizas, las amenazas, las maldiciones y los encierros.

Cuando una es niña, no siempre está consciente de todo el dolor y la miseria que le rodea. A veces, una es feliz con cosas pequeñas y estúpidas, como trepar árboles, comer mangos verdes con sal o jugar a las escondidas. En esas naderías escondemos, inconscientemente, el sufrimiento. Los monstruos se quedan guardaditos en silencio hasta que un día explotan, y qué mejor momento para una detonación que la adolescencia. Esa etapa de rebeldía, confusiones y cambios abruptos, en mí fue… cómo decirlo, ligeramente diferente. Mi madre era escéptica y antirreligiosa, así que no se me ocurrió mejor forma de enfrentarla que volviéndome testigo de Jehová. Al principio, todo parecía marchar apaciblemente, aunque yo notaba cómo ella observaba de reojo mi inmersión al mundo sectario: el estudio bíblico, las reuniones, las faldas largas y, luego, los extremos. Empezamos a discutir y pelearnos más de lo normal, yo ya no asistía a ninguno de los cumpleaños de las primas, tampoco me interesaban las fiestas del pueblo y, mucho menos, los hombres. Mientras tanto, ella se desesperaba y yo disfrutaba su falta de control en mi fe. Hasta allí no podía llegar. Junto a las Atalayas y la Biblia me sentía segura y resguardada. Hasta que un día, mientras cantaba durante una de las reuniones semanales del grupo, esa burbuja reventó, como cualquier otra que hubiese escogido para esconderme.

A partir de allí, el caos no se hizo esperar, la fe ya no me alcanzaba para silenciar a los monstruos. Pesadillas, estertores sonámbulos y deseos incontrolables de hacerme daño.

La vida es demasiado triste cuando la mente se inunda de fantasmas. El claroscuro de mi alma se iba haciendo cada vez más presente. Los miedos más cetónicos acudían cada noche, hambrientos, ante mi mente desgarrada. Y así, sucesivamente, las pesadillas inundaron mi pequeño cuarto de muchacha incomprendida en la profundidad de su enfermedad.

En la literatura, los viajes del héroe siempre representan un proceso de transformación e incontables obstáculos hasta que, por fin, se llega a puerto, a salvo. La depresión también es, a su modo, un viaje de transformación, la diferencia es que no todos logran llegar a la otra orilla. De alguna manera, ser poeta y tener alguna enfermedad, parece un cliché bastante agotado. Y, sin embargo, aunque yo me esforzaba por no caer en esa categoría, allí estaba, llorando y releyendo a Pizarnik, alma sufriente que me acompañaba. Obviamente, atiborrarse de poesía melancólica no ayudaba, pero me hacía sentir que mis penas eran, de algún modo, idílicas. Darle un estatus literario a una enfermedad tan grave, no es sino un síntoma evidente de egocentrismo. Así que, cuando por fin asumí lo que realmente me pasaba, sin romantizarlo con los libros, los cigarros o Lana del Rey, fue cuando, finalmente, acepté ayuda.

Si ahora regresara en el tiempo hasta donde estaba la adolescente de dieciséis años que se propuso morir a los veintitrés, lo primero que haría sería abrazarla, tan profundamente, que olvidaría por unos instantes el dolor de sus recuerdos abrumadores. Le explicaría la importancia de ir a terapia, de permitirse amar y ser amada, de no estigmatizar los tratamientos. Junto a ella quemaría, en una hoguera íntima, los recuerdos de los gritos y las peleas. Luego leería para ella el tarot, le mostraría los rostros de sus futuras amistades, aquellas que transformarían sus grietas en semilleros de flores, y ella vería cómo la vida puede cambiar y los colores del sol iluminarían su rostro infantil. Por supuesto, eso es lo que haría, pero algo me dice que estaría inmiscuyéndome en su camino, porque, la verdad es que todo eso llegó, no en forma de una cápsula mágica para solucionarle sus penas, sino orgánicamente, en su momento, conforme el viaje avanzaba. Entonces, lo único que haría sería abrazarla y susurrarle que no se rindió, que ella, protagonista de este viaje, a pesar de las turbulencias y recaídas, está llegando al puerto, donde la esperan los tiernos ojos de luciérnaga de su padre y el calor de otras personas que la aman.

Ambar Chica. Es escritora e investigadora, poeta a veces, y bruja siempre. Se licenció en Lengua, Literatura y Lenguajes Audiovisuales, en la Universidad de Cuenca, además tiene un máster en Educación con mención en Gestión y Liderazgo, por la Universidad Andina Simón Bolívar. Actualmente, se desempeña como Técnico de Investigación en el Departamento de Educación de la Universidad de Cuenca. Ganó el Premio «Benigno Malo» de la Universidad de Cuenca para la promoción 2020-2021 y el IX Concurso Nacional Interuniversitario «Efraín Jara Idrovo», género relato en 2022.

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