Monda & Lironda

REVISTA AZUAYA ESPECIALIZADA EN CRÍTICA CULTURAL Y ESCRITURA CREATIVA

NÚMERO 21

AGOSTO-SEPTIEMBRE 2024 | CUENCA, ECUADOR

Resistirse al olvido

Durante estos dos últimos años no he podido dejar de pensar en el futuro del ritual funerario. ¿Es este el fin del ritual como lo conocemos? ¿Cómo cambió? ¿Cómo distinguirlo? Una de las preguntas que más me persigue es si le habrá ganado la virtualidad a lo corpóreo. Si es así, ¿cómo se contarán las historias ahora?

En estos dos últimos años, además, diversas entrevistas me han permitido elaborar respuestas. De vez en cuando me encuentro a mí misma bosquejando réplicas sobre el futuro de la muerte en la sociedad.

Angelito / Imagen libre de derechos intervenida por David Riera.

Desde hace mucho trabajo con la muerte. Mi primera investigación profundizó sobre la fotografía post mortem infantil, es decir, imágenes de lo que en Latinoamérica llamamos “angelitos”. Los “angelitos” fueron los primeros en mostrarme la extraña relación que tenemos los humanos con la muerte, esa crisis que provoca la pérdida es también una posibilidad para que construyamos y generemos una gran cantidad de prácticas, rituales y tradiciones. Esta posibilidad, en ocasiones, es una foto, una lápida, un mausoleo o una pirámide. Es, definitivamente, la forma que hemos creado como sociedad para poder recordar, para evitar el olvido que algún día seremos.

Detrás de las imágenes de los “angelitos”, no solo había un fotógrafo dedicado sino además, padres o familiares que cargaban de forma voluntaria estas imágenes con un halo sagrado. La figura del niño, entonces, adquiría un aura de santito o santita familiar, se volvía un amuleto, una garantía de protección; asimismo, permitía que el dolor se resignifique y la pérdida se vuelva más llevadera. Todos mis “informantes” reconocían o recordaban a los “angelitos” con profunda emoción y devoción. Hubo familias en las que el angelito inclusive formaba parte de un pequeño altar.

Luego de aquella experiencia, decidí ahondar más en la muerte y me dediqué a entender cómo la industria (el capital económico, sobre todo) ha influido en el ritual funerario, cómo se han ido transformando con el pasar de los años, los lugares y las actividades alrededor de ella. Una de las primeras observaciones que hice, fue que en cada momento tratamos de alejarnos de la muerte. Por esa razón, de hecho, puede ser un negocio sumamente lucrativo y en otros países se maneja como tal: como no puedo lidiar con el muerto, contrato servicios que me aparten, tanto del dolor como de los trámites que hay a su alrededor.

Entonces, se determinan lugares específicos como las capillas ardientes, así como espacios y horarios de velación, paquetes exequiales y seguros funerarios.  Posiblemente, aquello cambió a partir de la pandemia. Con la llegada del COVID-19 y sus dúctiles variables, hemos visto cómo nuestra percepción de la muerte también ha cambiado. Asimismo, tuvieron que repensarse y resignificarse las formas para enfrentar la pérdida: la muerte ya no podía aplazarse, estaba aquí respirándonos en la nuca, se nos paró en frente y muchos de nosotros perdimos algo. No conozco a nadie que no haya perdido a alguien cercano. Esa cercanía, empero, estaba totalmente restringida de forma física.

¿Cómo renunciar a despedirme de un cuerpo?, ¿a mantenerme alejado? Uno de los rasgos más importantes del ritual es su capacidad de ser único (muy a pesar de la industria y su necesidad de estandarizar procesos, lugares, labores y actividades). El ritual funerario siempre tiene, fundamentalmente, algo exclusivo. Aunque la práctica que se sigue, pueda parecer la misma y sus actividades tengan un tronco común, toda ceremonia es distinta porque cada humano es único: “cada persona es un mundo”. Por eso, todo ser tiene un ritual que se ajusta, bien o mal, a cómo vivió. Esto es provocado, incluso, debido a que quienes están a su alrededor se despiden de él o ella pensando en los deseos que tuvo en vida. En ocasiones, el difunto transmite o deja en claro cómo desea ser despedido.

Es, efectivamente en el ritual, donde se elabora uno de los procesos más importantes para la memoria familiar o comunitaria. Es en ese momento cuando el muerto se vuelve el tema central de un relato, es ahí donde se negocia su permanencia o no en el mundo. Lo que se cuente alrededor de alguien importa, pues es la forma en la que mantenemos a una persona que fue parte de algo; no en vano: “Muerto el rey, ¡viva el rey!”.

Tal es así, que en estos tiempos me he dedicado a escuchar a personas hablar sobre cómo sobrellevaron la pérdida en contextos de separación, de limitación. De esa escucha he sacado varias conclusiones. La primera, es que la mayor parte de los muertos en el contexto del COVID-19 tienen garantizada su memoria familiar y social. Sus relatos están intactos, vuelven y su presencia revive cada vez que alguien habla de ellos. He escuchado las maneras en las que sus familiares y amigos los traen de vuelta, cómo devuelven sus “presencias” al mundo. La segunda conclusión tiene que ver con la profunda valentía con la que sus deudos se enfrentaron al encierro y la separación. Este proceso, por supuesto, requiere de la intención de no querer olvidar. Las conversaciones que mantuve con distintas personas que enfrentaron la muerte de un familiar en medio de la pandemia, presentaron un rasgo común: todos esos muertos tuvieron un ritual, sea virtual o simbólico. Se llevaron a cabo procesos y prácticas de despedida, todos los deudos elaboraron estrategias diversas para sobrevivir a la pérdida.

Con esto último no garantizo que los respectivos duelos se sobrellevaran de forma exitosa. Hay quienes tienen ausencias suspendidas, como la de la esposa que sigue hablando con las cenizas que ha ubicado en la cabecera de la mesa, la hija que no quiere desprenderse de la ropa de su madre y de su padre, o el nieto que se rehúsa a echar las cenizas de la abuela al mar. Los procesos de duelo son únicos, al igual que el ritual. Sin embargo, y a pesar de que en este punto todo lo que nos rodea parezca incierto, tengo la certeza de que los que se fueron son parte de un relato de seres humanos que recuerdan con dolor y tristeza, con grandes monumentos y fotografías a veces, con urnas de ceniza que sirven de acompañantes, o con objetos del y para el muerto.

La separación y las limitaciones pueden negociarse pero la memoria resiste, se queda, permanece. Así que recuerde, hable, traiga de vuelta. Esa es la única opción para ser valiente en este contexto: resistirse al olvido.

Rosa Inés Padilla Y. Licenciada en Comunicación por la PUCE,  Magíster en Antropología Visual por FLACSO – Ecuador, Doctora en Antropología Social por la Universidad Iberoamericana, México. Sus investigaciones rodean los temas de ritual e industria funeraria, así como fotografía post mortem infantil. Intenta leer un libro cada semana.

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