Monda & Lironda

REVISTA AZUAYA ESPECIALIZADA EN CRÍTICA CULTURAL Y ESCRITURA CREATIVA

NÚMERO 21

AGOSTO-SEPTIEMBRE 2024 | CUENCA, ECUADOR

Víctor Arregui, la promesa de un abrazo

Por: Christian Espinoza Parra

 

Víctor Arregui y Camilo Luzuriaga durante el rodaje del documental El día que me callé (codirigido y coproducido por Isabel Dávalos y Víctor Arregui, 2022). Cortesía de Arregui.

Si existiera un posible comienzo sería este: Víctor era apenas un niño, cuando, al jugar al médico, tomó la aguja hipodérmica de su madre y, por accidente, se la clavó en el ojo. Caminó así, por el pasillo de la casa, con la vista baldada durante diez o quince minutos. Estaba solo, se sacó la aguja solo. Nunca se lo contó nadie.

O este: Víctor era un militante del Partido Comunista a quien, en los años 80, un escuadrón de la muerte asaltó, abusó sexualmente y dejó a medio morir en una quebrada de un pueblito de la Costa ecuatoriana. Nunca se lo contó a nadie.

O quizá este: en 2022, Víctor finalizó la película de su vida, un documental llamado El día que me callé, que trata sobre los días previos y las secuelas de lo ocurrido en el pueblito de la Costa. Prefirió no ir al visionado exclusivo ni en Quito ni en Guayaquil, como, si a su pesar, con todo lo dicho al fin, no se lo hubiera contado a nadie.

Tantos comienzos posibles para el silencio.

Víctor cuando era un bebé. Fotografía cortesía de Arregui.

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Víctor Manuel Arregui Aguirre nació en Guaranda, provincia de Bolívar, en 1962. Fue el último y el más consentido de los diez hijos de Luis Benigno y Lidia, una pareja que no tenía nada de tradicional en aquel tiempo gazmoño, dado que las conversaciones de sobremesa iban desde la justa distribución de la riqueza entre los descamisados, pasando por los odios que el cura del pueblo le profesaba al padre, hasta la revolución de la clase obrera.

     —Papá era un hombre público de mil oficios (periodista, gerente de una empresa, director de la Casa de la Cultura Núcleo de Bolívar, secretario de la sede del Partido Comunista en Bolívar) y mamá, en cambio, profesora. Tenían contacto con todo el mundo en el pueblo. La casa pasaba abierta de seis de la mañana a siete de la noche —cuenta Víctor en su departamento ubicado en Quito, yo lo veo a través de un recuadro de Stream Yard.

Desde pequeño, la timidez sumía a Víctor en un estado de alerta constante que ocasionaba que se alejara de los otros, para estar más cerca de sí mismo. De modo que, para él, los días consistían en jugar frontón en el patio de la casa; perderse entre los dominios de los fundos de chicha, donde se arrejuntaban cerdos, pavos y gallinas; o ir al teatro llamado Nilo —como el río de los antiguos egipcios—, del cual, los días sábados, manaba el agua sagrada del cine sobre la cuenca de una pantalla.

     —Pero no es que por ver películas en aquella época yo quisiera hacer cine, porque entonces estaba perdido, no daba pie con bola. Yo asumí el rol del hermano bobo, del vago que no lograba terminar un curso, mientras los demás eran los buenos estudiantes, los abanderados. Mi mamá hasta me decía: «No sé si logres ser mecánico»— cuenta Víctor—. Lo importante, más que importante, lo que me marcó de esa época son: la perdida de la vista de mi ojo izquierdo por el accidente y las operaciones que, durante una década, atravesé para que solo lo dejaran ahí en la cara, porque me quedé bizco. A veces hasta me dicen: «¿Cómo haces cine si no puedes ver en 3D?» y yo respondo: «No sé». Nadie sabe si me callé eso, el accidente quiero decir, una semana o un mes. Imagínate: un niño de cinco o seis años que no sabe articular su dolor.

Víctor (en la esquina superior izquierda) junto a sus padres y hermanos. Fotografía cortesía de Arregui.

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Fue ese desajuste vital de la infancia el que propició que la herida sangrara o, mejor dicho, que solo pudiera sangrar a través del lenguaje: Víctor hizo de la imagen cinematográfica la respuesta a su silencio.

A partir de su primer largometraje, la vida que Víctor vivía para adentro, así, calladamente, fue ovillándose en cada una de sus películas: desde la breve escena en la que el «mal amigo» del protagonista de Fuera de juego (2002) observa sin pudor, detrás de un árbol, a una niña indefensa que juega rayuela; hasta la ambigua sexualidad de Luis, el actor tiránico de Rómpete una pata (2013) que aparece cruelmente reprimido por los hombres o abiertamente anhelante de mujeres indefensas.

No obstante, para que el cine pudiera ser conjugado como un verbo mayor de cara al público, necesitaba de verosimilitud. Así, gracias a la militancia que lo llevó al servicio de sectores populares en la provincia de Pichincha, Víctor hizo del lenguaje documental un acto de fe.

     —Por eso en mis películas, aunque sean de ficción, los actores son naturales; las locaciones están apenas alteradas, son documentales; y la edición también es documental. Me parece que todo esto hace más creíble la realidad social que intento retratar.

     —También usas tomas de archivo y registros cotidianos de la gente.

     —Claro, y por eso en mi última película, a falta de archivo documental, recreé, con actores, lo que me pasó en el pueblito de la Costa, cuando iba detrás del [general] Frank Vargas Pazzos, en la época en que el Partido Comunista me mandó a registrar su campaña para la presidencia.

El general Frank Vargas Pazzos durante la campaña presidencial para las elecciones de 1988. Fotograma de El día que me callé (codirigido y coproducido por Isabel Dávalos y Víctor Arregui, 2022), cortesía de Víctor Arregui.

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No se puede hablar de la delgada línea que separa la ficción del documental —o de la realidad—, sin mencionar la segunda película de Víctor, una oda a la muerte llamada Cuando me toque a mí (2006). Este filme casi no fue protagonizado por el notoriamente talentoso Manuel Calisto, ese dependiente del videoclub La Liebre, de vida noctámbula y odio exacerbado por la idiosincrasia quiteña.

     —Manuel aprendió a hacer cine viéndolo. Hizo unos cortometrajes bien chéveres y ahí nos hicimos amigos— cuenta Víctor, al tiempo que retira a un gato travieso que está fuera del recuadro de Stream Yard—. Teníamos el mismo humor negro y una forma de pensar parecida. Yo más hacia lo político, él más anarco: contra todo. Fuimos a tomar café varias veces; nos reíamos, sobre todo, nos reíamos. Recuerdo que, para él, actuar era como tener un dial de radio —con su mano derecha, Víctor hace como si subiera y bajara el volumen de un artefacto imaginario—. Me contó: «Yo ya sabía que, cuando tú decías “Sube, sube, sube” o “Baja, baja, baja”, era cuando tenía que ajustar la intención». Además, Manuel era un tipo muy inteligente, se sabía sus diálogos y los de los otros actores. En el casting [de Cuando me toque a mí], el man era como era. Decía: «Odio la ciudad, odio Quito, odio las calles de Quito, odio las verjas de Quito, odio las cúpulas de Quito…» y yo pensaba: «¡Qué complicado!», me daba miedo no poder dirigirlo. Me dio pena que fallara el primer actor, pero Manuel era exactamente lo que necesitaba para la película: su cinismo, su ira, su depresión.

En esta película, la violencia hiperbolizada (o así se sentía en aquel tiempo), de los sicariatos, femicidios y robos a mano armada, se esquina entre las calles de un Quito sórdido que representa el fracaso de la promesa de la modernidad y crea la impresión de que, en este panorama, la única fuerza igualadora, democrática, es la muerte: silencio posterior y nuestro lugar de encuentro.

Sin embargo, la ficción, adelantada al trazo futuro de esta pobre línea imaginaria, pronto fue vencida por el peso de la realidad que, sin metáfora alguna, imitó a la fantasía: alrededor de las dos o tres de la tarde del martes 21 de junio de 2011, un delincuente entró a una casa ubicada en la calle Sancho Carrera y la avenida Antonio Granda Centeno y, tras un forcejeo, le disparó a Manuel dos veces en la cabeza, causándole una conmoción cerebral grave. Tenía apenas cuarenta y tres años.

     —Qué triste, ¿no? —se lamenta Víctor—, igual que los demás personajes de la película, Manuel acabó en la morgue del Hospital Eugenio Espejo.

Dr. Arturo Fernández, personaje interpretado por Manuel Calisto (1968-2011). Fotograma de la película Cuando me toque a mí (2006). Cortesía de Víctor Arregui.

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Después del estreno, en 2013, de su tercera y cuarta película, El facilitador y Rómpete una pata, Víctor dejó de hacer cine durante casi diez años. Muchos colegas lo creyeron jubilado, pero él necesitó ese tiempo para regurgitar treinta y dos páginas febriles que no solo le permitieron enfrentar casi treinta años de silencio en torno a su abuso, sino que, además, sirvieron de base para el guion del documental El día que me callé (2022). En uno de sus pasajes más estremecedores Víctor escribió:

El candidato [Frank Vargas Pazzos] está cansado y quiere dormir como niño mimado. Ningún lugar es seguro. Al final, llegamos a una casa de caña de dos pisos. El candidato se acuesta. El chofer se despide. Voy a ver a mi familia, me dice. El exmilitar desaparece por primera vez. Los comunistas regresaron a la casa de Patricia. Estamos solos el candidato y yo. Estoy sentado en una silla vieja de madera frente a la puerta de [la] entrada de la casa. El candidato duerme tranquilamente. En mis manos tengo una pistola: una nueve milímetros que me dejó el chofer con la consigna de disparar si alguien abre la puerta. En mi fragilidad, estoy sentado con una pistola en la mano. Apuntando a la entrada de la casa, custodio al candidato que secuestró al presidente [León Febres-Cordero]… Está lleno de enemigos, su vida está en mis manos… […]

Yo estoy aquí sentado, a los dieciocho años, con una responsabilidad que no me corresponde. No pienso ni de cerca igual que el candidato, no comparto ninguna de sus ideas. Si lo despertara y le dijera que me violaron, que ya no sé sí me gustan los hombres o las mujeres, que sus músculos me provocarían algo extraño, que tengo problemas con mi novia, que la Iglesia me vale huevo, que su glorioso exejército me repugna; [¿] será que me abraza y me dice ya mijo, tranquilo, yo te entiendo, o me saca a patadas, mientras se cubre el cuerpo por miedo a que le dé una caricia [?].

A la sombra de la presidencia de León Febres-Cordero, líder histórico del Partido Social Cristiano, los escuadrones de la muerte (como aquel que abusó de Víctor) proliferaron como tumores malignos que torturaban, asesinaban y desaparecían a incontables personas. Aun así, el 11 de diciembre de 2008, en el lecho de muerte de Febres-Cordero, Frank Vargas Pazzos reconoció que fue un «error del pasado» el haberse sublevado contra él, para, enseguida, secuestrarlo en la Base Militar de Taura, mientras fungía como jefe del Comando Conjunto de las Fuerzas Armadas del Ecuador. Luego, hizo un saludo militar, le extendió la mano, mientras le decía que «es uno de los pocos líderes que tiene el país, con sus virtudes y defectos», y, después de cinco minutos de remordimientos, abandonó para siempre la habitación.

***

Todavía me da miedo estrenar esta película.

—¿Tu documental?

Sí.

—¿Por qué?

        —Porque todavía hay demasiada ignorancia sobre el tema. Una vez estrené en Guayaquil un documental sobre casos de la CIDH [Comisión Interamericana de Derechos Humanos] que mostraba a personas que habían sobrevivido a los años de terror de Febres-Cordero y que le habían ganado juicios al Estado ecuatoriano. [Pero] No uno, sino todos en la sala decían, de cara a las evidencias de la película, que no, que el ingeniero no hacía eso nunca —dice Víctor indignado, luego, lleva la nuca hacia atrás un par de segundos, respira, reacomoda su rostro y prosigue:—. Te voy a decir algo, porque no creo que sea un exabrupto, en Guayaquil, todos, todos son social cristianos: desde los que se sientan en esas sillas Pica, en los pasajes, a ver a los carros pasar; hasta el [exalcalde Jaime] Nebot y el [expresidente Rafael] Correa. Pero bueno, esto de ser conservadores, curuchupas, hipócritas, en realidad, no es exclusivo de la gente de las ciudades grandes, sino también de pueblitos como el mío. Piensa esto: un amigo me dijo la otra vez que llevemos el documental a Guaranda y yo dije: «Seguro, para hacer unas cuantas presentaciones», pero, enseguida, otro amigo me sacó la idea diciéndome: «¿Para qué?, si Guaranda no está preparada para eso». Y creo que tiene razón, porque en este país, cuando violan, a las mujeres les dicen que son putas y a los hombres que son maricones. Cuando me abusaron, me dijeron que yo era adulto, que «Era de que te defiendas, pues, ¡vos también!». No somos pequeños de territorio, sino de mente. Nadie entiende. Ese es mi miedo al estrenar esta película. Nunca están contigo. Por eso, yo sé que sigue sucediendo, no únicamente, por ejemplo, a los comandos de Taura que secuestraron a Febres-Cordero, a quienes los tipos de los escuadrones [de la muerte] les metían hierros calientes en el ano; sino, hoy mismo, a la gente que desaparece, que es tanta, tanta, y nadie dice nada.

Por eso quiero hacer algo más grande cuando estrene la película. No sé, por ejemplo, crear una página web para que las personas puedan dejar de forma anónima sus denuncias, sus experiencias con el abuso sexual. Lo que me pasó permitió que, cuando parecía que me quitaron todo, me planteara la pregunta de qué hacer con lo que me dejaron. Por suerte, con eso que me dejaron pude casarme, tener hijos, hacer películas, sobrevivir a tres infartos. Solo me falta estrenar esta película.

—¿Qué sentiste al tener un actor que te interpretaba de joven en el documental?

      —¿Te refieres a Samik Zurita? Pues, no sé, tuve ganas de protegerlo, de cuidarlo. Quizá porque cuando le conté lo que me hicieron, se impresionó muchísimo. Quise evitar que volviera a suceder…, pero el cine no puede evitar lo inevitable, ¿sabes? Aunque, a veces, en realidad, es más fácil, o debería ser más fácil.

—¿Qué quieres decir?

Que a veces uno solo necesita un abrazo para poder seguir.

Samik Zurita interpreta al director de la película cuando tenía dieciocho años. Fotograma de El día que me callé (codirigido y coproducido por Isabel Dávalos y Víctor Arregui, 2022), cortesía de Víctor Arregui.

Christian Espinoza Parra (Cuenca, 1996). Es cronista, editor y comunicador. Sus crónicas, relatos y críticas cinematográficas y literarias se han publicado en prensa escrita y en varias plataformas y revistas digitales. Obtuvo el premio a mejor documental por su cortometraje Un cuerpo sobre el mar (2022), en el marco del programa Historias por contar, que entrega el American Film Showcase y la Embajada de Estados Unidos. Fue codirector del portal Los Cronistas. Forma parte de la antología de cuento ecuatoriano Arroyo de laureles (Palabra herida, 2023).

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