La crisis climática es un tema de clase… y de conejos
Por: Liz Zhingri
La coneja que ha hecho su madriguera, en una franja de tierra abierta, en la casa materna de Liz. Cortesía de la autora.
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Nunca dimensioné el poder de un generador hasta que llegaron los apagones. Había visto estas pequeñas máquinas, en las ferias de cualquier fiesta patronal, proporcionando energía para hacer funcionar las algodoneras rosas y sus clásicas luces neón. En ese momento, cuando el rastro del olor a diésel quemado quedaba oculto en el de las nubes de azúcar, el pequeño armatoste también pasaba inadvertido. Una noche, mientras me preparaba para dormir en casa de una amiga, llegó el apagón e, inmediatamente, un sonido extraño, como de un helicóptero, comenzó a retumbar en las paredes del edificio. Salimos al balconcito, para mirar desde nuestro metro iluminado el resto de la ciudad. Alrededor, oscuridad, linternas de larga potencia y un ruido, que provenía de los interiores de algunos edificios, conformaban una escena un tanto apocalíptica. El recuerdo de las nubes dulces quedaba reducido frente al sonido estremecedor del generador, y su eco subía seis pisos arriba, como recordándonos que, bajo nuestros pies, dormía Cerbero.
A la mañana siguiente lo vi. El perro de tres cabezas, cuyo ronquido se extendía durante cuadras a lo largo de la capital, era en realidad un cubo metálico cruzado de otras piezas que se guardaba en una suerte de garaje al lado del edificio. Lejos de ser un animal durmiente, ese generador se ponía en marcha para dar energía a 140 departamentos, cuyos habitantes llegaban a partir de las 17h00. Entonces, sus cocinas, televisiones, refrigeradoras, lavadoras, incluido su gimnasio, dependían exclusivamente del caro custodio que, echando al aire cientos de toxinas, evitaba la interrupción de su cotidiano. Esa posibilidad de llegar a casa, para asegurarse el cuidado, revela que la crisis ambiental es una cuestión de clase. No todos los hogares se apagan, porque el capital debe seguir funcionando y sin cuidados no lo hace.
Mientras tanto, en una provincia más arriba, las semillas de los campos imbabureños quedaban atrapadas en la mitad de una tierra rocosa, completamente seca. Aunque los maíces, fréjoles y arvejas —fundamentales en la dieta nacional— intentaban echar un brote, sus tallos verdes y blanditos quedaban aplastados, porque la superficie dura no les permitía respirar. Así mismo, los animales de comunidades enteras masticaban tallos y raíces secas; con mugidos, gruñidos y toda clase de sonidos, mostraban su creciente hartazgo frente a la falta de alimento y agua, en tanto pastaban en medio de las grandes polvaredas que cubrían sus cuerpos a lo largo del día. En toda la sierra, los cerros morían arrasados por el fuego que bajaba rapidísimo por las laderas; el humo de las piras de cientos de especies calcinadas subía a los cielos de Imbabura, Pichincha, Chimborazo, Azuay y Loja, para convertirse en un llamado urgente de aquellos seres cuyo cuerpo no da más para sostener nuestro ritmo.
Ese día, en lo alto del edificio, repetía que, como humanidad, no deberíamos disponer de un generador. Sin embargo, la demanda de producción de las industrias y empresas refuerza el espíritu neoliberal de la época que vivimos y nos obliga a no detenernos nunca. De ahí que las soluciones deben ser colectivas y necesariamente tienen que atravesar nuestro cuerpo, en todas las dimensiones posibles.
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Regresé a Cuenca en medio de carreteras apagadas. Abrí los ojos durante la madrugada, para contemplar, por la ventana del bus, que las degradaciones azules del cielo contrastaban con las ondulaciones verdes y amarillas de los campos larguísimos. Sin embargo, esta vez fue inevitable posar los ojos sobre las fotografías gigantes que estaban pegadas en las vallas a lo largo del camino: reinas de belleza, hombres de traje y familias blancomestizas frente a lindos departamentos. Hemos normalizado que las entradas y salidas de las provincias sean espacios del marketing de las empresas, tanto que, en este caso, la institución financiera que intentaba posicionar sus productos había monopolizado la ruta Cañar-Azuay, graficando un modelo de vida cada vez más inalcanzable, para las mayorías, e insostenible, para la naturaleza. Debajo de las vallas de esa vida de «éxito», las vacas, las casas campesinas y los sembríos quedaban pequeñitos y borrosos. La sonrisa congelada de alguna estrella de la farándula local, sobre las lonas plásticas, era como un símbolo del triunfo ideológico sobre el espacio campesino, que no es otra cosa que el espacio donde se reproduce la vida.
Llegué a la casa de mi mamá, una mujer campesina que migró a la ciudad en la segunda mitad de 1990. En algunos hogares urbanos, no existe una convivencia con los animales. En otros, las mascotas clásicas son perros o gatitos. En esta casa, la primera en recibirme es una coneja que ha hecho su madriguera en una franja de tierra abierta a un lado del cemento. Sobre nuestras cabezas, una granadilla, cruzada entre las paredes de las casas vecinas, hace las veces de techo, sus frutos aún morados y algunas de sus hojas secas dan cuenta de la sequía. A lo largo de esta entrada, que tiene la anchura de un auto común, crecen lechugas, perejiles, cebollitas, tomates y una serie de plantitas acomodadas en antiguos envases de plástico que hoy son macetas. Lejos de la imagen ordenada de «huerto urbano» o de la blancura del minimalismo del departamento soñado en la valla, esta casa tiene texturas campesinas, porque la apuesta vital de mi madre es hacer brotar vida y tierra frente al discurso de sanidad que se maneja en las ciudades.
Por eso, incluso lejos de la imagen turística de «balcón florido» que se espera en la Atenas del Ecuador, el balcón de mi mamá está ocupado por un zambo que, no contento con trepar por la pared, cubrir los vidrios, extenderse a lo ancho de esos tres metros, intenta enviar sus tallos al aire, transformando su propia esencia terrosa en una aérea. Visto desde el primer piso, la potencia cucurbitácea desafía al grosor de las puntas de hierro que significan «protección» en las casas vecinas. De esta manera, en una casa «no soñada» por la publicidad neoliberal, late e insiste la vida, naciendo todos los días, explotando en hojas vellosas y animalitos peludos que atraviesan en secreto, pero con toda la fuerza de sus cuerpos, la infraestructura urbana.
En el balcón de la casa materna de Liz, un zambo trepa por la pared e insiste en atravesar y habitar esta infraestructura. Cortesía de la autora.
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La bolsa de tela no es suficiente, porque nuestro cotidiano está marcado por el ritmo de vida del capital. Lo que nos atraviesa el cuerpo, la política que hacemos a partir de la experiencia, se adapta al sistema de producción. ¿Cómo escapamos del espíritu del capital?, ¿a dónde volteamos a mirar?, ¿qué debemos hacer?
Los conejos de mi mamá se esconden entre materiales de construcción. Le ganan espacio a estructuras duras, salen a tomar el sol sobre sacos de cemento. Cuando escuchan pasos desconocidos se ocultan, regresan a la madriguera de tierra y, luego, repiten el ritual marcando un camino de cuerpecitos blancos y orejas rosas, en toda la casa, con el puro objetivo de vivir. ¿Cuántas veces, tal como los conejos, nos disponemos a disputar el sol y la vida a las grandes industrias?, ¿cuántas veces hemos luchado por espacios vitales en el mundo?
Los conejos de la mamá de Liz ganándole espacio a las estructuras duras. Cortesía de la autora.
El mercado de la belleza y el farmacéutico ha hecho de los conejos cuerpos de experimentación. A pesar de todas las décadas en que han sido subsumidos bajo esta lógica capitalista y antropocéntrica, los conejos no dejan de buscar una madriguera caliente, no olvidan el ritmo y la intensidad que deben poner en sus patas cuando quieren comunicarse con los otros, tampoco dejan de cosechar lana de sus panzas, para preparar los nidos donde acunan a sus crías, hasta que están fuertes para salir al mundo. Los conejos no saben leer ni escribir, pero saben construir hogares vitales y alianzas estratégicas, y recuerdan, desde el cuerpo, cómo hacerlo. Nada de esto es metafórico.
Entonces, pensando en nuestras ciudades atestadas de generadores, en la crisis del agua, en las enfermedades que surgen por la contaminación del aire y del suelo, en las lógicas capitalistas consumiéndonos a pasos agigantados, pregunto: ¿cómo reivindicamos el saber humano para sostener la vida?, ¿cómo dejamos de ser almas desprovistas de espacios vitales que habitan el inframundo? Los conejos no necesitan del capital para sobrevivir, no deben trabajar, pero, tal como nosotras y nosotros, son cuerpos de sacrificio. Si existen enseñanzas quizá son esas. No podemos pensar en una política para la vida ni evaluar las propuestas políticas que nos plantea el sistema de partidos, mientras no dejemos que nos atraviesen nuestras propias vitalidades, más allá de aquello que el sistema nos demanda que seamos. No somos reinas, tampoco hombres trajeados, mucho menos los bienes que adquirimos. ¿Qué somos entonces?
La apuesta vital de Nancy Zhingri, una mujer campesina y mamá de Liz, es hacer brotar la vida. Cortesía de la autora.
Cuando los conejos se juntan, cuando los zambos se vuelcan arbóreos, cuando el alimento trepa por las paredes, se ratifican en su existencia y le reclaman vida a la infraestructura del capital. Sanar nuestra relación con la naturaleza para construir una política para la vida requiere de aprender de las otras especies1, son ellas las que nos salvarán de convertirnos en las almas que penan en un inframundo capitalista. En otras palabras, debemos devenir animalitos, para recuperar nuestro derecho a la madriguera y al sol.
1 Este ensayo está atravesado por la lectura de Habitar como un pájaro (2022), de la autora Vinciane Despret.
Liz Zhingri (Cuenca, Ecuador). Comunicadora graduada en la Universidad de Cuenca y maestrante en Estudios de la Cultura de la UASB. Investiga sobre las genealogías feministas y migrantes de mujeres campesinas del sur.