La experiencia de un «sentimiento suave»
Por: Fausto Rivera Yánez
De izquierda a derecha: Pier Paolo Pasolini, Camila Cañeque, Roy Sigüenza y Pedro Lemebel. Imágenes libres de derechos intervenidas por Juan Contreras.
Me robo un gesto: construir este texto a partir de fragmentos que han aparecido de forma azarosa en mis últimos días de lectura y que me han llevado a revisitar a autoras y autores maricas que siempre me renuevan el sentido de la sospecha. Armo este texto pensando en esa comunión entre cuerpo y parte, deseo y partida, placer y desaparición, sexualidad y encierro que tanto exploraban. Restos, fragmentos, escombros, despojos: así han estructurado sus escrituras y, también —nada casual—, de esa forma nos ha llegado gran parte de nuestra educación sentimental y sexual a quienes vamos por otra orilla, tan sencillamente. A quienes hemos experimentado un «sentimiento suave», como decía Pasolini cuando de niño vio jugar, en los jardines públicos de enfrente de su casa, a un grupo de hombres. De aquella observación, lo que más le impresionó fueron las piernas de esos sujetos, sobre todo, la parte convexa interior de sus rodillas. «Si lo experimento de nuevo —decía—, siento con exactitud en mis entrañas la ternura, la aflicción y la violencia del deseo». En esa imagen, él vio tan temprano «un símbolo de la vida que debía alcanzar». Lo atravesó un sentimiento suave. Esa parte convexa fue su mayor revelación. Un fragmento le habilitó un mundo de pulsiones. El sentido de la completitud que se nos impone, desde pequeños, anula nuestras experiencias más definitivas y, por ello, intuyo, nos aferramos a eso que siempre se fuga. Atesoramos un pedazo de imagen que vamos recomponiendo de a poco.
Decía que me robo un gesto para construir este texto, uno que viene de la más reciente lectura que hice de La última frase, de Camila Cañeque, una escritora, artista y filósofa española que falleció súbitamente mientras dormía, justo antes de que apareciera su primer libro, este año. Su obra miraba esas otras orillas: la urgencia por la pausa, la potencia de la inactividad o el apego por los finales, por los límites que, como decía María Moreno, no es donde algo se detiene sino «a partir de lo cual algo inicia su presencia», otro movimiento. Compuesta a partir de 452 últimas frases de diversos libros mezcladas con sus reflexiones, la obra de Cañeque elabora un precioso montaje y homenaje a una comunidad ecléctica de autores. Se deja acompañar por los residuos de libros que le permiten seguir con su relato. Ahí donde algo parece intermitente, a punto de decaer, se presenta un inicio revelador.
Entre algunas de las tantas apariciones que surgen en La última frase están Susan Sontag, Ingeborg Bachmann, Jean Genet, John Cheever o James Baldwin (de él extrae esta preciosa cita: «… el momento en que rompemos la fe que nos une, el mar nos engulle, y la luz se extingue»). Me detengo en este último autor, porque me recuerda a la experiencia del sentimiento suave, el carácter fragmentario de la sexualidad marica. Hace poco releí la nueva edición de El cuarto de Giovanni (Sexto Piso), traducida por Ismael Attrache, una obra cuya trama transcurre en gran medida dentro de una habitación, universo donde históricamente ha sido posible el amor entre los hombres, las disidencias sexuales. Espacio de lo reducido donde estalla el deseo, la contemplación. Baldwin dice: «No sé muy bien cómo describir aquel cuarto. Se convirtió, en cierto sentido, en todos los cuartos en los que había estado, y todos los cuartos en los que me encuentre después me recordarán el cuarto de Giovanni». El sujeto amado se convierte en habitación, a su vez, dimensión donde depositamos nuestras urgencias más preciadas. Y así, como la sexualidad marica se manifiesta discontinua, reafirmada por su milagrosa incompletitud, también ha sido recluida al espacio de lo privado, lo oculto, lo secreto. Y es ahí donde se gesta una épica: la emergencia del sentimiento suave. Inevitablemente pienso en un poema de Roy Sigüenza, «En el hotel», que dice:
I
Una cama es todo lo que hay aquí
sobre ella innumerables cuerpos se recuerdan
II
«Está prohibido escribir en las paredes»,
señalaba un edicto en la pared del cuarto,
«todo lo demás está permitido»,
le agregamos él y yo, riéndonos
III
Alguien estuvo antes de mí
en este cuarto
solo.
y supo
que alguien estuvo antes que él
en este cuarto
solo.
Un hotel. Un cuarto. Una cama. Un edicto. Muchas soledades. La sexualidad marica nuevamente armada de retazos, escombros. Si bien es la violencia la que empuja a ciertos cuerpos a ese tipo de lugares y disposiciones, estos han sabido resignificarlos desde una estremecedora fuerza política y afectiva. Roy, por ejemplo, cultiva una voz tierna y animal, una intimidad luminosa a partir de lo que el mundo le ofrece: hace de los hoteles, las bancas de los parques, los cerros o la playa, sitios donde el amor se abre como una «rosa desnuda». Rosario Bléfari, cantante, actriz y escritora argentina fallecida hace cuatro años, en Antes del río, nos recuerda que «lo inexplicable, banal, asqueroso, provocativo, vulnerable o muy valioso piden intimidad».
He citado a dos maravillosas autoras que fallecieron tempranamente como una forma de rastrear ese sentimiento suave, en el cual las mujeres son centrales para su constitución. Pedro Lemebel decía, recordando a Gilles Deleuze, que todo devenir minoritario también pasa por un devenir mujer:
pasa por ahí, se complicita en esa matriz. Precisamente por la relación con el poder, toda minoría gay, sexual, étnica pasa por el devenir mujer. Y más allá de eso, esto puede sonar como eslogan, y es que todo lo que yo he aprendido lo he aprendido de ese lugar femenino en términos de confrontación a lo dominante, a lo fálico.
Pero hay que remarcar que lo minoritario, en este caso, no está atravesado por un valor numérico. Retomo a Pedro: «cualquier grupo que esté frente a un estatuto de poder es una minoría. Una muchedumbre frente a un hombre armado es también una minoría».
La sexualidad marica está compuesta de restos, cuartos, intimidad y una genealogía marcada por la herencia de mujeres en cuyos cuerpos se ha acumulado sabiduría y resistencia. Reconozco la marca de la violencia que ha definido gran parte de nuestra existencia, pero también me interesa evidenciar cómo, desde esos lugares, se manifiesta una poética de la vida, del pensamiento, de la corporalidad como ninguna. Por ello, armar un relato a partir de fragmentos, como lo intento aquí, es una manera de habitar ese borde entre la pérdida y la fuga a la que nuestros cuerpos maricas han estado expuestos siempre. Pienso en estas citas que recojo —«para que nadie sepa que tengo miedo», diría Severo Sarduy— como ecos de algo mayor: restos que portan la memoria de un deseo, de un cuerpo, de una huella que insiste en manifestarse con radicalidad. Atravesar la experiencia de un sentimiento suave y renovarla frecuentemente es mi forma de habitar este mundo constreñido. Ojalá todos nos dejáramos afectar por esa sensación. Al menos una vez, un día.
Fausto Rivera Yánez (Latacunga, 1989). Es editor, crítico cultural y economista. Tiene dos másteres, uno en Estudios de la Cultura con mención en Literatura Hispanoamericana (Universidad Andina Simón Bolívar) y otro en Edición (Universidad Autónoma de Barcelona). Fue editor de la sección cultural de diario El Telégrafo y del suplemento cultural cartóNPiedra. Ha recibido el Premio Jorge Mantilla de Periodismo y ha colaborado en diferentes revistas nacionales y extranjeras. Actualmente dirige la editorial Severo, especializada en literatura contemporánea y artes visuales.