Desde los confines editoriales de la Cuenca desorbitada
Informe I
(Por culpa de Douglas Adams)
Viajeros de la luna. / Imagen libre de derechos intervenida por David Riera.
Como editorx era raro, y también las circunstancias. La Tierra había sido reconstruida, los humanos no sabían que habitaban el segundo planeta —sí, es el tercero en órbita, pero ese punto del espacio fue destruido y vuelto a construir por el tema de la autopista intergaláctica, ustedes se acordarán—. La investigación que debía llevar a cabo sería bastante más seria que la última porque ya no se trataría solo de una obra de seres «jalando dedo», sino posiblemente de una enciclopedia mayor y más aburrida que buscaría comprender el misterio del número 42 de la existencia. Aunque es muy posible que con este informe —en APA edición 426969— en el capítulo de conclusiones y recomendaciones —ojo que no aceptarían una sola línea, pero tampoco más de 10—, al final no tengan ningún remordimiento en dinamitar el planeta de nuevo. Pero eso aún no lo sabían y el tiempo de indagación daría un respiro a todos estos seres salidos de los monos que arruinaron la genética natural y, en una sesuda evaluación de su historia bélica, comprendieron que cometieron un error al bajarse de los árboles.
En fin. El editorx llegó a una ciudad andina: Cuenca. Tuvo que elegir entre muchas ciudades que se creían la Atenas por su interés en el mundo clásico, pero por alguna razón, a lo mejor un pálpito en su tercera aureola, esta le resultó interesante. Dicen que también era primo de Zaphod Beeblerox, pero eso es porque le encantaba alardear. La idea es que en una ciudad culta en un país del extremo Occidente, quizá se encontraría con algunas líneas distintas a las de los cientos de miles de editorxs que se habían repartido por el globo achatado; además, no quería tener que lidiar con el papeleo y los presupuestos de las ferias del libro internacionales. La verdad es que era muy malo con los números y en una ciudad culta, pero con una inversión muy pobre en cultura el estudio sería básicamente cualitativo. También es verdad que la decisión sería indiscutiblemente empujada por un poco de sed de aventura; aunque, las aventuras de los editorxs sean simplemente buscar una referencia sin saber si la página fue arrancada o no, encontrarse con una aterradora falta tipográfica o un título bien puesto —por ejemplo, La Naúsea en lugar de La Melancolía— y sí, se juegan la vida en ello. Que quede claro que no hablaremos de los grammar nazi porque están vetados.
El editorx Cóndor Prefect —así quiso llamarse— empezó por la investigación bibliográfica. Se deleitó con un documento de la fundación misma de la ciudad y, luego, cuando quería devorarse todas las Actas de Cabildos —no literalmente sino por un escáner que las duplicaba y convertía en croquetas de datos— se dio cuenta de que algunas de ellas habían sido trasladadas a la casa de un personaje particular cuyo nombre todos saben, pero todos callan, quien, por supuesto, no quiso duplicar sus tesoros malhabidos en croquetas. De esas historias había varias.
Pasó una semana con alergia en el centro de salud, de donde salió con otras complicaciones porque algunos de los archivos —es decir la mayoría porque eran muy pocos— estaban en un estado triste, polvoriento por decir lo menos… hasta pensó en esnifarse en lugar de devorarse alguna información, pero no fue posible. Está claro que hasta se le escapó alguna lagrimilla ácida ante el mal estado del conocimiento impreso y la casi ausencia de lo digital porque tuvo que comprarse la crema Zero para la mejilla perforada, por un acto que el dictador morlaco tildaría de «debilidad hormonal».
Cóndor sabía que había autores locales muy queridos y talentosos, cuyas obras originales y ediciones andaban desperdigadas, muchas de ellas inevitablemente perdidas. Los comedores de mote no se preocuparon demasiado en hacer facsimilares que tienen también muy buen sabor para su base de datos. En resumen, redactó que necesitan tecnología y sesos, pero los jeques culturales y los de la burocracia estaban más interesados en otras cosas; pues todo empezó en algún momento en el que los departamentos culturales se convirtieron en centros de propaganda para el voto o el sueldo y ahí, como dicen los locales «se vino como a joder todo».
En su estadística anotó algunos datos francamente interesantes de una población aproximada de 505.585 habitantes, de los cuales, 500.001.99 se consideraban poetas. Había también buenos ensayistas, un grupo pequeño pero rico de narradores y unos cuantos escritores por oficio para puntuar en el modelo Roma —se dice que con esto de la indexación crecían en estatura de 2 a 3 centímetros y que ese escalafón les daría más altura y ya no tendrían que usar plataformas—.
La Santa Ana de los Ríos tendría una larga e interesante nómina de revistas literarias con nombres muy llamativos: La Luciérnaga, Philelia, Anales, La Escoba, Salud a la Esponja, El Pub, El Aullido y un largo etcétera. Librerías, propiamente dichas, no alcanzaban a las cinco según sus cálculos, pero editoriales contó: tres y media en lo universitario, una en lo independiente (La Caída, de Gacio, un porteño errante), varias cartoneras anarquistas y muchas instancias que producían libros, algunas sin ton ni son. De hecho, de donde venía el editorx, si un autorx presentaba un manuscrito de esos que terminarían por quemar retinas a pobres inocentes, de inmediato pulsaban el botón de exilio, se le entregaba un pasaje de ida y un gran premio literario a otro planeta para que se hiciera cargo de él, pero jamás se publicaba en el lugar del descubrimiento cosa semejante. Claro, eso implicaba también, tener que ser lugar de acogida de estos artistas de la pluma torcida, no muy distinta a la costumbre de por acá… si vienen de fuera hay espacio y prensa, después se lee lo que han escrito. En fin, que los editorxs saben lo que es lidiar con autores sin talento, pero también tienen el olfato para apoyar a la genialidad, aunque apoyado y todo el sujeto-artista se muera de hambre bajo un puente.
Lo más preocupante, por decirlo así —aunque el editorx estaba contento con su descubrimiento— es que los terrícolas cuencanoides encajaban en el primer pecado editorial que ya existía con los primeros dinosaurios —los que sabían leer al menos—. El proceso de hacer un libro no termina cuando el libro sale, casi siempre tarde, de la imprenta. El mucho entusiasmo por dejar las cosas a medias se evidencia en esos cientos de libros encajonados, algunos que se ahogaron (se cree que fue un suicidio) en bodegas mohosas; en los gordos libros con tapa dura pensados para lectores exquisitos de fuera, pero no en el costo de envío por correo; y en los libros que vienen «con las polillas puestas» como decía uno que se apellidaba Cortázar, esos que a nadie le interesó leer y que aterradoramente se regalaron con brutal inconsciencia a bibliotecas lejanas, ¡a niños! o a gente que por mala suerte pasó por alguna conferencia abierta al público. Y es que no se pueden fabricar barcos sin tener acceso a puertos, pero es difícil decirles eso a los señores morcillas.
Las instituciones tienen a dos que tres gatos queriendo cambiar la realidad, entonces les toca ser creativos y pensar en todo ese complejo proceso como hombres y mujeres orquesta-felinos porque no hay más, y claro, se aplica el Estatuto Universal más coherente jamás creado, el principio de Peter: «ascenderás hasta tu nivel de incompetencia» (miau). Cierto es que Cóndor, no dejó de sorprenderse gratamente de cómo, pese a tener todo en contra, algunos proyectos salían a la luz, y el que nacieran le llenaba de entusiasmo, aunque él supiera que su vida sería inevitablemente corta.
Quizá si los ricachones burgueses y la decaída aristocracia pensasen en soltar un poco sus impuestos… pero es que pese a lo mucho que se publicaba ahí, aunque cada vez menos, casi ninguno leía, sino tendían a ser torpes en criterios que no fueran empresariales. A todo ello, ¿cómo pedirles que creen un libro siendo un producto inconsumible para su sistema digestivo cerebral? Cóndor, pese a ello, tenía un par de amigos de las clases altas de familias de la vieja guardia en los que confiaba, pero en su experiencia de profesor de colegio de ricachones, pensando que sería más fácil lavarles la mente y hacer algo por una ciudad con la que se había encariñado, se dio cuenta de que eran muy poderosos en ignorancia y simplemente… Control Q (desistió) y optó por la máxima diplomática: «No intervención. Que el pueblo mismo solucione sus propios asuntos y no nos llamen». De todas formas, antes de ponerse más técnico había creado un plan de mejoras que luego eliminó del informe oficial. Empezaba con un mantra: «Los demasiados libros y los pocos lectores», afirmaba con bondad —cosa un poco extraña en su naturaleza, lo que hace dudar de su ascendencia Vogon— que los de Cuenca son personas con un conocimiento más allá de la media, con una sabiduría que está en sus códigos genéticos, aunque lo ignoren, y que sin embargo, con esos bellos libros que crean hay mucho trabajo por hacer, así que había esbozado una pequeña lista:
- Decir no a quien no se debe publicar porque su obra no es buena, aunque llore o se dé de quiños. (Para ello, editorxs tienen la difícil tarea de ser su propia autoridad y no hacer caso al dinero o a los que están sobre ellos y sus intereses, una misión muy delicada).
- No solo escribir una lista de distribución, sino llevarla a cabo.
- Cuidar de toooooooooodo el proceso editorial y contar con los profesionales pertinentes (algo inentendible maulla aquí, y al margen anota: «por cierto, qué precaria su vida laboral»).
- Revisar las estadísticas de lectura que es darse un tiro simbólico o sexual, y retirarse de la fabricación de los libros, al no ser capaces de generar lectores (educación y promoción creo que le llaman).
Sé que hay otros ámbitos del informe del Editorx Cóndor Prefect, pero ya no tuve más acceso porque se toma tiempo en revisar cada palabra, en comprobar los datos y en ver que sean lo suficientemente francos para enojar a más de uno. Y porque claramente, esta es una filtración inaceptable.
Ángeles Martínez Donoso (Cuenca, 1980). Máster en Antropología de lo Contemporáneo por la Universidad de Cuenca. Máster en Edición por la Universidad Carlos III de Madrid. Licenciada en Historia por la Universidad de Cuenca, obtuvo el Premio Benigno Malo. Ha publicado los libros de poesía: Entrecortada (La Caída, 2020); Múltiple Recámara y delirio de luto, con el mexicano Víctor Cabrera (El Ángel Editor, 2014); Trasnoche (CCENA, 2012); Trozos de Vidrio (CCE, 2007); Subcielo. H-onda de David (CCENA / Universidad de Cuenca, 2004); Neos (Plaquette, 2000); Un Lapso de Impiedad (Universidad de Cuenca, 1999). Libros colectivos: Aunque Bailemos con la Más Fea (Ziete, 2002); Nadie nos Quita lo Bailado (Ziete, 2005). Consta en más de 50 antologías nacionales e internacionales. Su poesía ha sido parte de diversos eventos de prestigio como Poetas a través de las Américas, Trinity University, San Antonio, Texas; Feria del Libro de Santiago de Chile y la de La Habana, Cuba; Paralelo Cero; varias ediciones de la FIL Quito y Guayaquil; Libre Libro; entre otros.