Monda & Lironda

REVISTA AZUAYA ESPECIALIZADA EN CRÍTICA CULTURAL Y ESCRITURA CREATIVA

NÚMERO 21

AGOSTO-SEPTIEMBRE 2024 | CUENCA, ECUADOR

Un hombre ridículo

Por: Luis San Martín

La danesa y yo. / Imagen libre de derechos intervenida por Juan Contreras.

Desde niño, sé que soy un ridículo. Vivo con el miedo constante, no de serlo porque no creo que tenga solución, sino de que se note. Con el tema del amor ese miedo al ridículo crece de forma que, incluso, me avergüenzo con antelación. Me siento inoportuno cuando tengo una mujer hermosa enfrente. Entro a la aplicación Daypo y hago el test: «¿Eres ridícula?» —lo primero que noto es que está en femenino, ¿qué pasa?, ¿los hombres no podemos medir nuestro grado de ridiculez?— Continúo. Me hacen una serie de preguntas que voy contestando lo más sincero que puedo para que el resultado sea confiable, obtengo la puntuación de 9 y enseguida me explican: «De 0 a 3 no eres nada ridícula, de 4 a 6 eres medio ridícula y de 7 a 10 eres totalmente ridícula». No me sorprende el resultado, por el contrario, concluyo que el género no alteró la previsibilidad y predictibilidad del cuestionario.

Pienso en el amor, en lo mucho que quiero tener una pareja y lo ridículo que me siento cuando cortejo a una chica, pero es que las palabras cursis salen de mi boca de una forma incontinente y las mujeres huyen de inmediato. Quisiera enamorarme fácilmente como los clientes que llegan al bar en el que trabajo. Las parejas se conocen en el local y cruzan sus vidas gracias a una simple fosforera. Él, con su mechero, le ofrece fuego… ella aspira el tabaco para que encienda y ¡bang, bang!, consumado el hechizo. Se han enamorado.

Parece tonto enamorarse así a estas alturas, sé que muchos usan Tinder. Allí creas tu perfil, subes las mejores fotos, escribes tus preferencias y los filtros de la inteligencia artificial se activan para tratar de dar con tu media naranja. Aparecen sugerencias y comienza el juego, el chat, el like, el nope, el match, el super like —este último se puede utilizar uno por día y, al menos yo, no tengo ese nivel de contención—, y ni hablar del boost —que es como un rayo, tienes que pagar y te permite aparecer como primera opción entre las chicas de tu zona—, aquello se convierte en un jaleo al que no me acostumbro. Con decirles que un día me apareció una tía abuela como sugerencia. De verdad que mi paso por Tinder fue un fracaso absoluto. Estoy seguro de que mi tía tuvo más éxito que yo. Así que me convencí de que debía intentarlo como en la vieja escuela.

Con la estrategia en mente, voy en busca del amor. Pruebo la fosforera. Enciende de un chispazo. Es una Zippo de acero con incrustaciones de oro blanco que heredé de mi abuelo. Él decía, mientras cataba sus habanos, que yo era un inútil, que no sabía ni fumar. Con la energía de mis antepasados guardo la fosforera en el bolsillo de la casaca, retoco mi peinado y me instalo en el pequeño café francés del centro de la ciudad que siempre está lleno de turistas, en su mayoría extranjeros. Allí espero a la mujer indicada, pero tengo un problema, no sé fumar.

Ordeno una botella de vino, no la más barata —sería de mal gusto servirle al amor de mi vida una copa y que sienta que es vinagre lo que está bebiendo, más aún si es italiana o francesa, pues ellas sí saben de vino; pensaría entonces que tengo paladar de chancho o que soy un tacaño—. Surge el siguiente problema, el vino no es de mi agrado, prefiero ron o whisky, pero me sacrifico por amor y porque a la mayoría de las mujeres les encanta el vino.

De tanto ir al café francés, ya los camareros saben quién soy, por eso me reservan la mesa junto a la puerta desde donde analizo la jugada. Si alguna mujer sale a fumar, raudo, enciendo su cigarro. Cuando me comparten su tabaco digo que lo estoy dejando, pero que necesito sentir al menos el olor. Y así, las excusas van cambiando: «me he puesto mal de la garganta», «no puedo fumar por unos días», entre otras.

El día tan esperado llega. Una chica de cabello corto, color negro, corte sexi y con unos ojos azules de mar —en los que me perdería flotando a la deriva, si supiera flotar claro está porque, como diría mi abuelo, soy tan inútil que tampoco aprendí a nadar— se acerca y dice en un español muy fingido:

— ¿Tienes fuego?

Sonrío. Pienso: Por fin. Esta es. Me enamoraría sin dudarlo. Asiento con la cabeza. Saco el mechero y le acerco la llama.

Todo parece perfecto: la noche cae, las velas en las mesas dan un ambiente bohemio, la música de Jacques Brel, Ne me quitte pas —la canción más triste del mundo—, crea un clima nostálgico que hace lo suyo. Piénsenlo. Ella podría haber pedido en la barra que le presten el encendedor, pero no, se levantó y me eligió a mí. Estaba escrito. Ya me veía en la vieja Europa, un paseo en verano, bebiendo champagne francés, comiendo paella un domingo por la tarde, haciendo la sobremesa bajo un toldo color crema y, en invierno, mirando la nieve caer en el lago congelado, desde la ventana de una cabaña con chimenea, tomando café irlandés.

Entonces ¡zas!, suelta una frase en un idioma que no entiendo —sabía que era europea, pero no de qué país—. Intenta hacerse entender con un inglés de seguro muy básico, repitiendo varias veces la palabra Dinamarca, pero yo no sé hablar inglés. Pienso: ¿Cómo es posible? Estoy frente al amor de mi vida, tomando una bebida que no es de mi preferencia, oliendo el aroma de un tabaco que aborrezco, sin poder comunicarme y decirle que el destino nos ha unido, que estamos hechos el uno para el otro. Más claro, que estoy haciendo el ridículo nuevamente. Así que desisto. Lanzo el mechero contra el suelo, con toda la carga de su herencia y los recuerdos de mi inutilidad. Le regalo a la danesa lo que queda de vino, haciendo un gesto que no estoy seguro de que haya entendido. Pido una botella de ron y me voy, caminando adonde me lleven las calles, a embriagarme para tratar de olvidar el hombre ridículo que soy.

Luis San Martín (Machala, 1980). Cinéfilo irrecuperable, melómano de rocola, sibarita chiro. Apasionado por el fútbol y la literatura, un hedonista. Dirigió la plataforma digital Cuenca Social Club. Es socio fundador de la Asociación de Restaurantes de Cuenca. Su formación literaria deviene de los talleres de crónica dictados por Francisco Santana. «Todo tiempo pasado fue mejor», relato de su autoría, fue publicado en el libro Memorias de pandemia. Una de las cosas que más disfruta es cuando Chiplote, el bar del cual es socio, se llena de poetas, narradores y personajes urbanos, pues se convierte en el mejor de los anfitriones porque le entusiasma hablar de literatura y política.

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