Monda & Lironda

REVISTA AZUAYA ESPECIALIZADA EN CRÍTICA CULTURAL Y ESCRITURA CREATIVA

NÚMERO 23

noviembre-diciembre 2024 | CUENCA, ECUADOR

Nacida en la otra orilla

por: María Tapia Piña

Fotografía tomada por María Tapia e intervenida por Juan Contreras. Cortesía.

No soy escritora y, aunque todavía prevalece en mí la culpa de haber nacido en la «otra orilla», quiero compartirles, si me lo permiten, algo de lo que fueron mis años de niñez en el campo. Sí, el campo, allá donde aprendemos a saltar con las cabras por chaquiñanes, a correr por la hierba, por la leña, por el ganado, y cuidar de cada animalito. Aprendemos a labrar la tierra que en el verano inclemente no permite que la penetre el azadón —aunque de tanto intentarlo terminen trizadas nuestras manos—; ah, pero en invierno se vuelve tierna, para que podamos prepararla como arena y así producir los mejores frutos… Claro que en aquel tiempo lo que sembrábamos y cosechábamos con nuestras propias manos no era para nosotros, sino para llevarlo a vender en el pueblo, para luego comprar fideo, arroz, panela, porque no alcanzaba para más.

Yo nací en el campo, donde todo se asume como natural: nace un ser humano, al igual que un ave o una planta. No hay la costumbre de esperar al bebé, al nuevo integrante de la familia, ¡no!, eso estaría hasta mal visto. Cuando yo fui oruga, mi madre y mi abuela sabían que nacería, sin conocer ni importarles cuál sería mi sexo, ni mi condición de salud, porque mamá tampoco supo la de ella durante los nueve meses en los que se quedó sola. Y no sé ni le he preguntado cuántas noches de soledad y llanto, cuántos días de trabajo intenso conmigo en su vientre debió soportar.

Cortar la ropa con más agujeros, para dividirla en piezas que, después, se usarían como pañales y como el primer abrigo para la niña —es decir, yo— era un hábito muy normal entre nosotros. Fue por eso que crecí luciendo ropa que unas veces era muy grande y otras muy pequeña, siempre unisex. Cuando aprendí a caminar asumí primero la responsabilidad de las aves de corral, luego, sin apenas saber ni cómo ni cuándo, ya tenía obligaciones mayores, como montar a caballo para ir al cerro a ordeñar las vacas, pastorear ovejas y así… Estuve siempre acompañada de mis perros y algunas veces de mi hermano, que también era niño.

Pero no todo es duro en la vida de una niña en el campo. También hay ilusiones, porque desde tempranito ya te regalan unos pollitos, unos cuyes, y los tienes que cuidar, porque ya son tuyos. Cualquier día puedes aportar para la comida de toda la familia, lo que da mucho orgullo a esa edad y es una gran motivación para continuar el trabajo de atenderles.

Aún tierna, creo que de once o doce años, trabajaba ya en las tierras de un patrón, sin comida, sin agua, pero con la naturaleza generosa prodigándome siempre algo para el hambre: nogales, capulíes, cañas, jícamas… Aprendimos que hay que comer lo que las aves comen, porque ellas se alimentan de lo que no las mata y en las acequias calman la sed.

Recuerdo que mi hermano mayor y yo preparábamos la tierra para la siembra de las papas —nuestro principal cultivo—, luego, hacíamos la deshierba, la fumigada y la cosecha, pero el patrón nos pagaba menos de lo justo. Aún lo veo, es un hombre de tez blanca, gordo, de cabello ondulado, líder de mi comunidad, a quien me enseñaron a tratar de «don». ¡Cómo duele, señores!, el sujeto resultó ser el padre que me engendró y abandonó cuando, como flor en capullo, necesitaba de su caricia y cuidado. Fue mi madre quien con generosidad me ofrendaba su sangre y su carne, aunque tapaba con su chalina oscura su panza creciente, porque era motivo de vergüenza estar gestando en esas condiciones.

Quisiera extraer de mi memoria el recuerdo de haber lucido un atuendo nuevo, de haber recibido una muñeca o cualquier juguete, pero solo me llega la ilusión de mi Primera Comunión. Ese día debía estar muy bien peinada, con lazos blancos en mis largas trenzas. Como a todos los niños nos darían chocolate y pan, sería mi gran día y por ello reventaba de ilusión.

También recuerdo la novedad de ir a la escuelita, para lo que debía levantarme cuando aún estaba muy obscuro, comer lo que nos ofrecía el campo y beber agüita de hierbas aromáticas, aún desconocidas en la ciudad. Luego, caminaba alrededor de cincuenta minutos, por peñas empinadas, para acortar camino. Algunas mañanas inclementes la neblina nos partía los labios y la cara. Llegábamos unas veces con la piel ensangrentada, porque rodábamos por las laderas y sobre las moras; otras, mojados por la lluvia. De regreso a casa, recorríamos la misma distancia, los mismos chaquiñanes y el sol hacía de las suyas, debilitándonos hasta que llegábamos exhaustos al cuartito de adobe, donde siempre mi abuela tenía el fogón con leña ardiendo, humo, agua caliente, mote o cualquier otro grano para alimentarnos. Seguidamente, nos uníamos a las faenas de la tierra o a las del cuidado del ganado.

Sin conocer otro tipo de vida asumí todo como normal, hasta que repetí el destino de mi madre: entregué mi inocencia y los pétalos tiernos de mi primer amor a un hombre que solo buscaba como «padrote» cobijar a las doncellas de la montaña en donde crecí. Un movimiento tenue en mi vientre me advirtió que dentro tenía el firmamento desde donde brillaría para mí el sol, lo que iluminaba mi sueño. Llevaba dentro mío la luna y las estrellas, entonces, me convertí en leona, en fiera dispuesta a luchar contra toda adversidad. Estaba lista para ser puente, ser camino, ser sombra del hijo que me regalaba la infancia y la niñez que para mí fue tan diferente o que quizá no tuve.

Hoy ya no soy una persona herida. Reacciono como fiera herida cuando de proteger, trabajar y luchar por mi hijo se trata. Él me ha sanado, me ha reconciliado, me ha dado confianza, pero, sobre todo, me ha permitido reconocerme y valorarme, gracias a su ternura, su abrigo, su inocencia, sus suaves caricias y su amor.

Hoy sé que nunca más volveré a esconderme, nunca más debajo de nada ni de nadie, nunca más sentiré oprobio o humillación. Estaré por encima de toda dificultad, por encima de prejuicios, lejos del odio y del temor. Me llamo María. Si tuve o no tuve niñez, ya no me importa…

María Tapia Piña. Soy una mujer y madre que creció, entre barbechar la tierra y domar animales, con gran fuerza interior para seguir la lucha en la búsqueda de un destino diferente para mi vástago.

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