¿Por qué la política ya no nos ilusiona? (y por qué eso podría arruinarnos)
Por: Ernesto Arasén
Imágenes libres de derechos intervenidas por Juan Contreras.
Según algunos autores, la política se inventó para no tener que exterminarnos. Para ofrecer a los seres humanos la posibilidad de escapar de la violencia mediante un marco de relaciones basadas en la confianza y el beneficio mutuo. Por sí sola, la política no es suficiente para garantizar estándares mínimos de libertad y bienestar a la gente, pero sin ella es imposible que las fuerzas dinámicas de una sociedad moderna —la industria, el comercio, la ciencia, la cultura— puedan interactuar. Mientras más estable y legítima sea la política en un territorio, menos violencia ocurrirá. De igual modo, si la política se basa en falsedades u omisiones, tarde o temprano habrá violencia.
Cuando George W. Bush fue reelegido como presidente de los EE. UU., a finales del 2004, ya se sabía que Irak no tenía los «depósitos de armas de destrucción masiva» que habían originado la invasión un año antes. Las operaciones militares tampoco habían durado «siete semanas», como se había anunciado, y de hecho se extenderían durante ocho años y ocho meses, dejando no menos de 600 000 víctimas civiles y casi 5000 marines muertos, además de un costo estimado de 2,9 billones de dólares para los contribuyentes norteamericanos, de acuerdo con una investigación de Neta Crawford de la Universidad de Oxford (2023). Eso sin contar los millonarios daños al país invadido, el que heredó una guerra civil, instalaciones destruidas, el recrudecimiento del fundamentalismo y una burocracia completamente corrompida que es incapaz de brindar servicios básicos o esperanza de vida en el preciso sitio donde surgió la civilización.
Nada de esto impidió que el señor Bush obtuviese una victoria inapelable en el voto popular, superó por casi 4 millones de votantes a su adversario demócrata. Ni el éxito del documental Fahrenheit 9/11 (2004), del aclamado y polémico director Michael Moore, que ponía en evidencia los conflictos de interés entre los políticos que promocionaron la guerra y las grandes compañías energéticas y petroleras que se enriquecieron con el botín de la derrota, pudo cambiar la opinión mayoritaria de los estadounidenses. De hecho, una encuesta realizada previo a las elecciones mostró que más de la mitad de los encuestados consideraban que la guerra de Irak «era correcta, aunque se hubiera originado en una mentira» (Pan, 2005, s.p.). La gente no solo parecía dispuesta a aceptar que sus políticos mentían de forma más o menos sistemática, sino que incluso podían llegar a dar por válida una guerra elaborada íntegramente con base en falsedades. La política y la mentira, categorías que siempre habían estado cercanas, entonces parecían intercambiables.
Este fenómeno inquietante llevó al lingüista de la Universidad de California, George Lakoff, a publicar, por esa misma época, un libro titulado No pienses en un elefante (2004), el que retoma el concepto pionero de los frames o encuadres, entendidos como los «marcos mentales de la experiencia social». Para este autor, nuestra visión del mundo y, en consecuencia, nuestras acciones están determinadas por dichos marcos mentales. Se trata de estructuras mentales que moldean nuestra visión del mundo, los objetivos que perseguimos, los planes que trazamos, el modo en que actuamos y hasta lo que consideramos correcto o errado (Lakoff citado por Latorre-Iglesias, p. 276, 2017). A nivel político, estos encuadres de la realidad moldean las políticas sociales y las instituciones que creamos para ponerlas en práctica. Por ello, desde los años ochenta, los grandes partidos políticos y las compañías más importantes han invertido cientos de millones de dólares en investigaciones y centros de pensamiento (los famosos think tanks), cuyo objetivo es comprender el funcionamiento de dichos marcos, con el fin de poder capitalizarlos políticamente. Para ello desarrollan estrategias comunicacionales conocidas como narrativas, es decir: construcciones lingüísticas que buscan «encajar» con la cosmovisión de los consumidores y/o los votantes, apelando, sobre todo, a los aspectos emocionales, para, desde ahí, conseguir irradiar sentidos comunes, lo que no se refiere a otra cosa, sino a la interiorización de los marcos mentales (como la idea de que los extranjeros son más o menos peligrosos, dependiendo de su color de piel). De ahí que el lenguaje político se haya especializado en evocar, de manera permanente, metáforas e ideas que movilizan emociones en lugar de reflexiones.
En el caso norteamericano, Lakoff pudo darse cuenta de que la narrativa construida alrededor de la invasión a Irak no dependía de hechos concretos. No importaba si se hallaban o no las armas de destrucción masiva o si Sadam Huseín merecía ser castigado por su amplio historial de violaciones a los Derechos Humanos, esa era solo la excusa. En el fondo, se trataba de reivindicar el papel dominante de los EE. UU. en la geopolítica global y buscar beneficios materiales para la industria energética y armamentística (ExxonMobil, por ejemplo, obtuvo beneficios multimillonarios por su participación en proyectos de «reconstrucción» de la infraestructura petrolera del sur de Irak [S&P Global, 2019, s.p.]). Para ello, los medios de comunicación —a instancias de las autoridades civiles y militares—, instalaron la idea, asombrosamente colonial, de que la invasión y la guerra prometían traer paz, prosperidad y, sobre todo, democracia a una región acostumbrada a la barbarie y el desgobierno. El lenguaje con el que se describía al enemigo —eje del mal— apelaba a lo emocional e incluso a lo místico. La deshumanización de los ciudadanos iraquíes, reducidos a ser descritos siempre como fanáticos religiosos, barbudos ignorantes o pobres diablos sometidos, encajaba muy bien con la idea presentar a los marines como representantes de la civilización, la paz y el orden. La posterior revelación de las torturas en Abu Ghraib o las filtraciones de WikiLeaks que documentaban crímenes de guerra demostraron la falsedad de la narrativa heroica, pero no sirvió de mucho. El framing ya estaba instalado en la mente de los millones de estadounidenses que premiaron a Bush con otro mandato.
Lakoff advirtió desde entonces que, a nivel político, eran los movimientos conservadores, tradicionalmente ubicados a la derecha, quienes mejor habían comprendido el potencial de aprender a manipular los marcos mentales de la población, mediante la construcción de narrativas capaces de movilizarla emocionalmente. En otras palabras: la habilidad de hacer que la gente se convenza de que la verdad importa menos que el relato. Donald Trump no inventó el concepto de posverdad. Bolsonaro no es el primer político abiertamente machista y xenófobo. Las ideas de Milei ya se debatían (y desechaban) en los setentas, cuando las formulaba Rothbard. Su popularidad no tiene que ver con su originalidad, sino con su habilidad para detectar temas sensibles y posicionar cuestiones que puedan movilizar emotivamente a seguidores poco críticos. Y, ciertamente, habitamos un período histórico propicio para la posverdad, pues la política y los medios de comunicación atraviesan una crisis de credibilidad sin precedentes, en prácticamente todo el mundo. «Para que la verdad sea aceptada debe encajar con los marcos de la gente. Si los hechos no encajan con el marco, el marco permanece y los hechos rebotan», escribió Lakoff (citado por Latorre-Iglesias, p. 277, 2017). Sin embargo, los efectos de todo esto son mucho más dramáticos de lo que podemos imaginar. Por ejemplo: un amplio sector de la población norteamericana, influida por políticos y periodistas carentes de escrúpulos, se convencieron de que la crisis ocasionada por la covid, en realidad, era un montaje de las «élites globalistas» y, por ello, se negaron a cumplir con los protocolos de distanciamiento o vacunación. La mayor parte de estas personas votaban al partido republicano y eran seguidoras de Donald Trump. Con el tiempo, las estadísticas han demostrado que las tasas de mortalidad debido a la covid entre votantes republicanos son hasta tres veces mayores que las de votantes demócratas. Un fenómeno que también se repite en países como Alemania o Francia, donde las regiones de mayor votación ultraderechista son, casualmente, las zonas de mayor incidencia de mortalidad por covid. Literalmente existe gente que sacrificó su vida por sus ideas equivocadas.
Tabla de la conspiración de Abbie Richards. Cortesía de Pieter-Jan Brouwers.
¿Cómo hemos llegado a este punto? En 2021 se hizo viral la Tabla de la conspiración, una gráfica creada por la divulgadora Abbie Richards, quien clasifica algunas de las más famosas teorías de la conspiración o «hechos alternativos» que millones de personas dan por válidos. Lo interesante del gráfico es que dichas teorías se distribuyen en función de su peligrosidad. Existen teorías excéntricas y absurdas, pero inofensivas, como la creencia de que Paul McCartney murió y lo reemplazaron con un doble o las especulaciones sobre la existencia de naves alienígenas en el Área 51. Este tipo de relatos tienen décadas de existencia y nunca habían puesto realmente en peligro el debate político, porque se daba por sentado que se trataba de fraudes que ninguna persona seria y respetable estaría dispuesta a dar por válidos. En cierto modo, la distancia entre los hechos reales y las teorías de la conspiración era una de las condiciones que permitía el intercambio político racional. Sin embargo, a partir de los ochentas algo empezó a romperse en ese consenso y las teorías de la conspiración dejaron de ser patrimonio de unos pocos individuos desconectados del mundo real hasta transformarse en plataformas políticas adoptadas por millones de personas.
Latinoamérica es un claro ejemplo de ello. Durante los años 90, cuando empezaron a desarrollarse los primeros planes de igualdad de oportunidades y demás mecanismos para intentar reducir los índices de violencia contra las mujeres y cerrar las brechas de inequidad en salarios, nadie pensó que se trataba de una «maquinación ideológica». De hecho, en muchos casos, se trataba de programas conducidos por gobiernos de signo conservador, porque se daba por sentado que la igualdad de oportunidades entre hombres y mujeres no era un tema ideológico, sino una legítima aspiración democrática. Sin embargo, desde la segunda década del nuevo milenio, una corriente surgida en instituciones religiosas y en movimientos políticos conservadores definió a la «ideología de género» como un peligro para la sociedad y la familia, sin detallar con exactitud en qué mismo consiste dicha «ideología». Con el tiempo, esta idea fue alimentándose de otros prejuicios y mentiras hasta que finalmente cristalizó en una narrativa de conspiración que consiste en pensar que el mundo está dominado por una «élite globalista» —o bien, por un «marxismo cultural»— que quiere «destruir los valores tradicionales» y promover una sociedad hedonista y lujuriosa, donde el malvado Estado se encarga de adoctrinar a los hijos a escondidas de la abnegada familia. Para quienes defienden esta postura, un aburrido documento burocrático denominado La Agenda 2030 y los Objetivos de Desarrollo Sostenible (2018), elaborado por funcionarios europeos de terno y corbata, en realidad es un manual revolucionario de reingeniería social, cuyo objetivo es reducir la población y limitar sus libertades básicas. Algo tan absurdo, rebuscado y, sinceramente, estúpido, que daría risa, si no fuera porque esa idea constituye el centro del programa político de, por ejemplo, una de las candidatas a la vicepresidencia de Ecuador.
David Runciman, uno de los teóricos políticos contemporáneos más respetados y autor del bestseller Política (2014), advierte que las teorías de la conspiración en realidad cumplen un papel político concreto: distorsionar el tablero electoral y desplazar las posiciones ideológicas para garantizar la vigencia del statu quo. Los seguidores de estas teorías, también conocidos como «ultras», no persiguen realmente el poder, aunque a veces lo alcancen. Buscan el ruido y la desacreditación de sus rivales; buscan enlodar y poner en tela de duda los derechos y los avances sociales; y, sobre todo, buscan crear tensiones y «polémicas» que distraigan el debate público hacia cuestiones personales o intrascendentes, mientras los sectores más poderosos continúan aumentando su patrimonio, explotando los recursos naturales y ampliando la brecha entre los pocos que tienen demasiado y los muchos que tienen demasiado poco. Desde los años 80, época en la que las teorías de la conspiración comenzaron a popularizarse y encarnar en relatos políticos concretos, la brecha entre el 1 % más rico y el resto de la población se ha ampliado de un modo nunca antes visto en la historia de la humanidad. Hoy en día, según OXFAM International (2023, s.p.), la fortuna del 1 % más rico aumenta a un ritmo de 2700 millones de dólares DIARIOS, mientras 2000 millones de personas sobreviven con menos de 2 dólares al día. Por ello, otras autoras como Mazzucato van más allá y han encontrado ciertos patrones entre los distintos movimientos «ultra» que han surgido en diversos países: detrás de su fachada radical, de su populismo histriónico y de su verborrea demagógica existe una decidida defensa de los mercados desregularizados y los Estados mínimos, es decir, la misma agenda de los ultrarricos y los poderosos de toda la vida. El efecto concreto de estos marcos mentales, en cuestiones ideológicas, ha sido la de desplazar la izquierda hacia el centro, el centro hacia la derecha y la derecha hacia el neofascismo, simple y llanamente. No existe en la actualidad ningún país en el mundo cuyo gobierno pueda ser considerado «marxista» y es más probable una extinción masiva de la especie que la instauración de un socialismo democrático a escala global. Sin embargo, existen millones de personas convencidas de que gobiernos como los de EE. UU., China o Canadá son «socialistas» o que la «izquierda cultural» ha colonizado los campus universitarios y la industria del entretenimiento. Este desplazamiento conceptual y simbólico explica por qué en la actualidad prácticamente ningún movimiento político en el mundo reivindica un programa basado en la toma de los medios de producción, pues incluso las reformas más modestas, como la subida del salario básico o regulaciones elementales a las emisiones contaminantes, son presentadas como «radicales» o «comunistas». Pese a ello, la pandemia de covid demostró, de forma bastante nítida, la importancia de contar con Estados funcionales, con sistemas de salud públicos y accesibles, y, en general, con la capacidad de regulación y control que solamente los gobiernos electos —y no los empresarios— tienen la legitimidad para establecer.
En la actualidad, la disputa política parece orillarse al enfrentamiento entre quienes consideran que el Estado tiene responsabilidades ineludibles respecto a la organización de la vida social y quienes consideran que son el mercado y la iniciativa privada quienes deberían encargarse de dicha organización. La política no crea las pasiones y los odios humanos, dice Runciman, pero sí los puede agudizar o mitigar. La naturaleza de los framings conspirativos apunta, precisamente, a soliviantar las emociones de la gente y ponerla en una actitud de permanente desconfianza y a la defensiva frente a lo público. En política nada sucede de forma automática, todo depende de la interacción contingente entre elección y restricción: restricción en un marco de elección, elección en un marco de restricción. El problema surge cuando esos marcos son alimentados desde narrativas falsas; cuando la gente encara la política como si fuese una novela de piratas o un guion de telenovela, con malos malísimos y buenos irredentos, con villanos sedientos de sangre y héroes incapaces del error. En ese punto, la ventaja la llevan quienes sean más hábiles para manipular, no quienes tengan las mejores ideas.
Ecuador ha sido, en los últimos años, una especie de experimento decadente con vistas al mar. Bajo la narrativa de la corrupción y la ineficiencia, se redujo la capacidad operativa y de control del Estado, se eliminaron, fusionaron o desatendieron instituciones que ofrecían servicios vitales, como el Registro Civil, la empresa de correos, el Ministerio de Justicia o la infraestructura penitenciaria. Los servicios restantes no se administraron correctamente, al punto de que, por ejemplo, la ejecución presupuestaria anual del Ministerio del Interior apenas alcanza el 8 % (Angulo, 2023, s.p.) en medio de una de las peores crisis de seguridad de la historia reciente. Al mismo tiempo, se ha fomentado la salida de capitales hacia paraísos fiscales (Ecuador en Vivo, 2023, s.p.) y la desigualdad ha crecido hasta regresar a los índices de los años noventa (Orozco, 2022, s.p.; Datosmacro, 2021, s.p.). A pesar de todo esto, es posible que la más trágica de las consecuencias que genera esta dinámica sea el desinterés generalizado en la política. Intuimos que es algo importante, pero no estamos dispuestos a sacrificar nuestra comodidad o nuestro tiempo o nuestros recursos en ello. En lugar de esforzarnos por cambiar los marcos mentales de la gente, a fin de profundizar la democracia, ampliándola, vivimos una época caracterizada por narrativas que profundizan los odios, los prejuicios y la ignorancia. La política es un negocio privado más: de los ocho candidatos presentes en las últimas elecciones presidenciales, siete no militaban en el partido que los auspiciaba. Se trataba de candidatos de alquiler que, desde luego, no responden a una estructura orgánica ni a un proyecto ideológico, ni siquiera a las necesidades de sus votantes, sino a los intereses concretos y privados del grupo de poder que los auspicia.
Si la política se privatiza, la violencia se vuelve cotidiana; si el Estado no es capaz de cumplir con los estándares mínimos de una sociedad moderna, la violencia se vuelve incontrolable; y si no somos capaces de pensar críticamente las narrativas que se nos presentan, la violencia se vuelve incomprensible.
Referencias bibliográficas
Angulo, S. (2023, julio 24). Seguridad y obra pública, con lenta ejecución de presupuesto. Expreso. https://suscripcion.expreso.ec/?limit=true&continue=https://www.expreso.ec/actualidad/economia/seguridad-obra-publica-lenta-ejecucion-presupuesto-167776.html
Crawford, N. (2023). Blood and Treasure: United States Budgetary Costs and Human Costs of 20 Years of War in Iraq and Syria, 2003-2023. Watson Institute. International & Public Affairs. Brown University. https://watson.brown.edu/costsofwar/papers/2023/IraqSyria20
Datosmacro. (2021). Ecuador. Índice de Gini. https://datosmacro.expansion.com/demografia/indice-gini/ecuador
Ecuador en Vivo. (2023, septiembre 3). Artola alerta fuga de capitales: banca privada retira USD 250 millones en un mes. Ecuador en Vivo. https://www.ecuadorenvivo.com/index.php/economia/item/167126-artola-alerta-fuga-de-capitales-banca-privada-retira-usd-250-millones-en-un-mes
Latorre-Iglesias, E. (2017). Reseña. ¡Por favor, no pienses en un elefante! Advocatus, 14(29), 267-270. https://dialnet.unirioja.es/descarga/articulo/6585629.pdf
Orozco, M. (2022, marzo 30). Ecuador se convirtió en el tercer país más desigual de América Latina. Primicias. https://www.primicias.ec/noticias/economia/desigualdad-ricos-pobres-estancamiento-ecuador/
OXFAM International. (2023, enero 16). El 1 % más rico acumula casi el doble de riqueza que el resto de la población mundial en los últimos dos años. https://www.oxfam.org/es/notas-prensa/el-1-mas-rico-acumula-casi-el-doble-de-riqueza-que-el-resto-de-la-poblacion-mundial-en
Pan, E. (2005, febrero 2). IRAQ: Justifying the War. Council on Foreing Relations. https://www.cfr.org/backgrounder/iraq-justifying-war
S&P Global. (2019, mayo 16). Shell, última gran petrolera en monitorizar Irak tras la retirada de parte del cuerpo diplomático de EE. UU. S&P Global Commodity Insights. https://www.spglobal.com/commodityinsights/es/market-insights/latest-news/oil/051619-shell-is-latest-oil-major-to-monitor-iraq-as-us-pulls-some-embassy-staff