Monda & Lironda

REVISTA AZUAYA ESPECIALIZADA EN CRÍTICA CULTURAL Y ESCRITURA CREATIVA

NÚMERO 21

AGOSTO-SEPTIEMBRE 2024 | CUENCA, ECUADOR

Fragmento de la novela inédita My name is Chabela

Por: Marisol Arnot

 

Inmigrantes cruzan la frontera de México y EE. UU., mientras otros observan cómo son procesados por la Patrulla Fronteriza. Fotografía de cortesía de Mario Tama/Getty Images e intervenida por Juan Contreras.

Habían pasado ya dos días desde el inicio de la travesía y faltaban todavía muchas horas según Quintero. Dos días enteros que mi familia no sabía nada de mí. Dos días sin que yo supiera dónde me encontraba exactamente y cuánto faltaba para llegar a ese otro lado. ¿Pero qué caso tenía ya cuestionármelo? Pensaba que, aún si lo supiera, no serviría de nada, el recorrido sería el mismo. No había manera de adelantar el tiempo y nadie podía dar por mí los pasos que yo debía dar para avanzar y llegar a aquel destino. Dejé de aferrarme a la idea de las «seis horas durante dos noches» que según Quintero debía caminar para ver a mis hermanas. Comencé a notar que me sentía más débil y cansada si me ponía a pensar que podía faltar bastante por recorrer, mucho más de lo que decía el guía, que incluso podrían ser más de dos días; si dejaba que mi mente imaginara que nos podía atrapar la migra en cualquier momento, que me podía morder una serpiente o que me podían hacer daño los otros. Nada de eso había pasado, pero todo era posible. Y se me desguanzaba el cuerpo nomás de pensar todo eso. Así que procuré que mis esfuerzos y mis pensamientos se redujeran únicamente a permanecer de pie y despierta a cada paso que daba. Parecía que solo así me alcanzaba la energía.

Nos adentramos en otra colina donde anduvimos a tientas por un largo rato, descifrando siluetas hasta llegar a una zona húmeda. El lodo del suelo nos hacía resbalar y teníamos que ir tomados de la mano, formando una cadenita hasta salir de ese terreno. «Unos cien metros nomás», había dicho Quintero.

—¿Qué es eso? —pregunté al escuchar el extraño sonido de un animal que no reconocía.

—Son ranas toro —respondió uno.

—¿Ranas toro? ¿Pero son más rana o más toro?

—Son sapos gordos, muchacha —dijo Quintero—. No hacen nada, nomás están gordos y feos.

El sonido aumentaba, como si se fueran uniendo uno a uno todos los sapos que vivían ahí. Y a pesar de que el estanque estaba lleno de sapos gordos y feos, debíamos rellenar las botellas ahí. La buena noticia era que estaba tan oscuro que no podíamos ver qué tan puerca se encontraba el agua. Ese era, ahora sí, según Quintero, el último punto seguro de hidratación.

Nos soltamos las manos y comenzamos a zambullir las botellas. Escuchábamos el burbujeo que se provocaba con el agua que iba entrando y que dejaba de sonar cuando la botella quedaba rebosante. Una vez que terminamos, nos pusimos de pie y seguimos avanzando hasta salir de ese pantano, hacia donde la tierra ya era firme. Dábamos pasos de puntitas, cortitos y constantes para que no se nos hundieran los pies en el lodo. «Nomás pasamos aquellas luces de la antigua cárcel y ya llegamos al escondite», dijo Quintero. A lo lejos se veía un edificio iluminado, pero no tuve ánimos de preguntar a qué distancia estaba. Además, Quintero siempre calculaba mal. Era la cuarta o quinta vez que decía lo mismo, que ya mero llegábamos, y no llegábamos a ningún lado. «Tenemos que estar allá antes de que amanezca, ¡así que apúrenle!».

Al llegar a la mentada cárcel, rodeamos el edificio abandonado y entramos a una zona boscosa donde el frío era mucho más intenso. La ropa se sentía húmeda como si hubiéramos andado horas bajo una lluvia finita y débil. «Ay, Chabela… Te vas a enfermar. Mira nomás cómo vienes: ¡ensopada y llena de lodo!», me decía mi papá, dizque en tono de regaño, cuando entraba a casa luego de haber jugado futbol bajo la lluvia. A veces llovía tan fuerte que se caía algún poste de la calle y toda la colonia se quedaba sin luz. Teníamos que correr a comprar velas a la tiendita de Los Rancheros porque se terminaban pronto. Me gustaban esos días porque todo se apaciguaba. Solo quedaba el ruido de las goteras de la casa que caían en distintas vasijas y el gorgoreo de la olla con leche para el chocolate.

Parecía que el combo de pastillas con bebida energética me había hecho efecto. No sentía ningún dolor. O hasta podría decir que no sentía nada. Como si me hubieran anestesiado. Ni frío ni calor ni hambre ni dolor ni angustia ni nada. Andaba como por inercia, como cuando ponen un coche en neutro y se mueve con el puro vuelo que agarra en las bajadas. Julio seguía dándome jaloncitos, de vez en cuando, para que me espabilara y anduviera más a prisa.

Lo que siguió fue atravesar una especie de zona industrial que también parecía abandonada. Cruzamos unos puentes delgados y viejos. No era posible ver con claridad lo que había debajo ni la distancia a la que estaban del suelo. Quintero no daba muchas explicaciones de la excursión, solo nos presionaba para seguir andando. «Parece una planta tratadora de agua», decían los otros, pero nunca supe lo que había ahí. Los fierros de los puentes rechinaban con cada paso que dábamos. Y aunque éramos mayoría los ligeros, aquello se tambaleaba con nuestra marcha. La travesía por los puentes debió durar unos quince minutos. Una vez que los atravesamos, entramos a una brecha por donde también podían circular coches. La indicación fue escondernos entre los arbustos si acaso escuchábamos algún motor o veíamos luces, pero en todo el rato no hubo necesidad de ocultarnos.

Poco después entramos a un área con árboles pequeños que parecían ya muertos, esqueléticos y con las ramas entrelazadas desordenadamente. Los tuvimos que atravesar a gatas. Nos guiábamos por el sonido de los zapatos del de adelante rompiendo las hojas y las ramas secas del suelo. Aunque había algunos senderos que pudimos haber recorrido de pie y sin tener que hacernos más heridas en el cuerpo, Quintero nos hacía ir por donde no había camino trazado. Decía que era «la clave de su éxito como coyote»: hacerse sus propios caminos, no andar por donde otros ya lo habían hecho.

— ¡Apúrense! Parecen tortugas —gritó uno de los que venían detrás.

—¡Shh! Que no hablen les dije —replicó Quintero.

Yo iba detrás de Julio, rosando sus zapatos con las manos para seguirlo lo más pegada posible. Habrán sido unos veinte minutos los que anduvimos así, de rodillas, arrastrándonos por la tierra.

El cielo ya comenzaba a abrirse cuando por fin llegamos al escondite. El perfil del rostro de los otros se iluminó con una luz suave que nos llegaba por detrás de los montes. Y en el cielo había unas nubes pequeñas que permanecían quietecitas; no se movían nadita. Estaban tan abajo, tan cerca de nosotros, que parecía más bien como si el humo del tabaco de Quintero se hubiera quedado suspendido en el aire. Había sido la caminata más larga. Trece horas sin descansar. Me quité los tenis para estirar los dedos. Los calcetines estaban tan tiesos que no perdieron la forma de mi pie cuando me los quité. Se quedaron paraditos. Y mis zapatos tenían ya la suela despegada. Recuerdo que antes de salir de casa había elegido ese par porque eran los más nuevos y, según yo, los de mejor calidad, porque no eran piratas. Me los había comprado con lo que logré ahorrar en dos meses del último trabajo que tuve.

«Hola, buenas tardes. ¿Usted es católico?… ¿De los meros buenos o de los más o menos?». Ese era el inicio del guion que me habían dado para abordar a las personas cuando me abrieran la puerta. Tenía que ir, de casa en casa, vendiendo unas biblias de colección. Eran unos libros pesados de tapas de piel y letras doradas. Mi turno era de cuatro horas diarias. Me pagaban ciento veinte pesos y por cada biblia que vendiera me darían quinientos pesos más. Cargaba tres de esos libros por si iba bien la venta. «La puede pagar en abonos semanales y, si me firma ahorita mismo, se lleva de regalo un rosario en este bonito estuche con la imagen de Juan Pablo II». No logré vender ninguna biblia, pero gané lo suficiente para comprar unos tenis para mí y otros para mi papá.

—¿Ves, Chabela? Ya llegamos. Te digo que Dios aprieta…

—Pero no ahorca —le completé la frase que había escuchado de mi papá cientos de veces.

—¡Ááándale! —dijo al tiempo que también se quitaba los zapatos y se acomodaba en un rinconcito—. Voy a dormir un rato.

Supongo que todos estábamos tan cansados que nadie se preocupó por comer algo. Caímos rendidos, nos echamos y nos quedamos como las piedras que nos rodeaban. Lo último que recuerdo haber visto antes de que se me cerraran los ojos fue a los otros tirados en el suelo, dispersos y en distintas posiciones. Era como si el cielo nos hubiera aventado a todos de un escupitajo. Quintero, permaneció sentado, mirando alrededor y jugueteando con el humo de su cigarro; lo hacía salir por la boca y lo absorbía nuevamente con los poros de la nariz.

Faltaba poco para ir hacia el levantón, pero bajo ese sol abrasador me parecía que el tiempo no avanzaba. No me quedaba más opción que ir girando el cuerpo como pollo de rosticería para quemarme parejo. Me recosté en el suelo, me recargué sobre mi brazo y me quedé mirando al horizonte jugando con un par de piedritas en la mano. Quería olvidar todo por un momento: dónde estaba, con quién estaba y por qué estaba ahí… Pensaba en mis hermanas, pero más en mi papá. Imaginaba su angustia por no saber nada de mí. El susto como sea se le pasaría, pero lo malo era que, cuando se preocupa, le dan sus ataques más feos: tose mucho todo el tiempo, tiene que dormir sentado para no ahogarse y casi no come.

«Si no lo hubiera traído pronto, le podría haber dado un paro respiratorio», me dijo el médico de la Cruz Verde cuando lo llevé de emergencia en una ocasión. Me acuerdo que había llegado de la escuela y lo encontré tosiendo mucho, pero mucho más que siempre. Ni siquiera podía articular una sola palabra. «¿Qué hago, pa? ¿Cómo te ayudo? ¿Qué necesitas?», le preguntaba. Pero solo abría y cerraba la boca para agarrar aire. Ese día me asusté mucho porque hasta tenía los labios y las uñas de color morado. Entonces corrí con doña Chole, la vecina, para que me prestara cien pesos y llevarlo a emergencias en un taxi.

«Estoy bien, pa, no te preocupes, estoy bien», repetía en mi mente, esperaba que el mensaje le llegara, desde mi corazón al suyo. Se me llenaron los ojos de agua y unas lágrimas gordas se deslizaron sobre mis cachetes cuando apreté los párpados. Vi las gotas caer sobre la tierra, muy cerca de una hormiga negra que llevaba un trozote de hoja seca sobre su espalda. «¿Cómo le hará para cargar algo mucho más grande que ella?», me pregunté. A lo mejor ni ella sabía que lo que tenía que cargar era más grande y más pesado, y por eso lo agarró la mensa. No la tenía fácil, como que en ratos se iba de ladito y hasta se le caía la carga, pero enseguida se reponía y regresaba a su camino.

Así pasaron cerca de mí otros tantos insectos. Algunos me trepaban sin temor y se paseaban sobre los vellos de mis brazos mugrientos; otros corrían al sentir contacto con mi cuerpo. Su hábitat me parecía cada vez más familiar. Permanecí en silencio. Escuchaba a los hombres conversar. Ya se hablaban entre ellos como si fueran amigos de toda la vida, bromeaban, se reían… Recordaban las peripecias de Mediano, como cuando se le cayó la mochila al río. Luego contaron que también le había dado un calambre en la pierna y que no podía salir cuando nos escondíamos del mosco.

—¡Tú estás salado, cabrón! —le dijo Oaxaca a Mediano.

—Deberías hacerte una limpia —se unió Quintero a su jugarreta.

Hablaban también del lugar al que llegarían y en lo que iban a trabajar. Guatemala dijo que se quedaba en California a trabajar en la pisca. Otros dos mexicanos, que parecían ser amigos de verdad, del mismo pueblo, iban hasta Nueva York a trabajar en la construcción. «Y en invierno a quitar nieve», dijo uno de ellos. «Lo que haiga es bueno».

Yo no sabía en lo que iba a trabajar, pero creía que no habría ningún empleo tan malo como los que había tenido en México. Creo que el peor de todos fue el de los tubos para el pelo que venden en el tianguis, con los que se hacen rizos las señoras. Mi labor consistía en pegar el velcro a los tubos de plástico. Me daban ciento cincuenta pesos por cuatro horas. Por las horas no estaba mal, pero lo complicado no era el trabajo ni estar de pie, sino soportar el olor del pegamento amarillo que utilizábamos. A veces salía del trabajo risa y risa sin motivo aparente, pero otras veces me causaba dolores de cabeza que me duraban todo el día. Me salí de ese empleo después de dos semanas porque mi papá decía que «no era sano inhalar esa chingadera».

Aproveché que todos estaban entretenidos, me puse los tenis y me levanté. Julio me hizo señas como de que a dónde iba y yo le hice señas de que ahorita venía. Me alejé un poco de ellos, a donde la misma curvatura del terreno me permitía ocultarme. Me puse una toalla nueva y repetí la operación de ocultar la sucia bajo tierra. Más valía que llegáramos esa misma noche a nuestro destino porque ya se me habían terminado las toallas y el flujo todavía no era moderado.

Unas horas más tarde, cuando el sol ya pegaba de ladito, Quintero nos dio la orden de partir. Si todo salía como él decía, esa misma noche estaríamos del otro lado, a salvo y durmiendo en un lugar decente.

—¡Los quiero bien aguzados! —nos explicaba mientras fumaba un cigarro más. Era la tercera caja que abría durante el viaje—. El mosco también ronda por estas zonas. Y estamos tan cerca del objetivo que espero que no la vayan a cagar.

Los hombres se pusieron los tenis y sus camisetas. Dieron unos tragos de agua y se pusieron la mochila.

—Ora sí ya es lo último, Chabela —me dijo Julio sonriendo.

Asentí con la cabeza. Le di un beso al crucifijo, observé la foto de mi papá por última vez y comenzamos a seguir a Quintero…

Marisol Arnot (Guadalajara, Jalisco, México, 1988). Es licenciada en Ciencias y Técnicas de la Comunicación y máster en Escritura Creativa por la Universidad Complutense de Madrid. Concluyó su máster a principios del 2020 con la presentación de la novela inédita My name is Chabela. También cursó un Diplomado en Actuación en el Centro Integral de Capacitación Artística de Guadalajara (2021-2022) y ha participado en tres puestas en escena, en la misma ciudad, entre ellas, el monólogo La actriz rebelde de la dramaturga española Paloma Pedrero. Actualmente, participa activamente en el blog colectivo Literoblastos.com y en su propio blog Marisolarnot.com. Marisol es, pues, una persona curiosa que busca estar siempre cerca del arte; acudir a museos, exposiciones, círculos de lectura, tertulias; viajar y exponerse a estímulos que le ayuden a encontrar nuevas y mejores formas de expresión artística y, sobre todo, literaria.

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