Monda & Lironda

REVISTA AZUAYA ESPECIALIZADA EN CRÍTICA CULTURAL Y ESCRITURA CREATIVA

NÚMERO 21

AGOSTO-SEPTIEMBRE 2024 | CUENCA, ECUADOR

Alicia Ortega: claves necesarias para comprender el juego perverso de la migración

Por: Rosalía Vázquez Moreno

 

Alicia Ortega, crítica literaria, editora y docente de la Universidad Andina Simón Bolívar. Cortesía de Amaranta Pico.

Cuando yo tenía ocho años, por allá en 1999, nuestro país atravesaba un éxodo como ninguno. Entonces, 200 000 ecuatorianas y ecuatorianos se habían embarcado hacia EE. UU., España o Italia, y el Ecuador venía de atravesar lo que después se llamó Feriado Bancario. De ese tiempo recuerdo la voz de Mahuad en los noticieros, la cola que hice con mi papá en el Banco Central para ver cómo un gran fajo de sucres se transformaba en unos cuántos dólares, pero, sobre todo, recuerdo el día en que una profesora nos pidió que levantáramos la mano si teníamos familiares en otro país. De esa clase que seguramente no tenía más de treinta estudiantes, casi todas la levantaron.

Ecuador es un país de migrantes. Sin embargo, sería un error creer que la movilización sin precedentes que hemos visto está motivada solo por la devoción a la idea de que afuera existen más o mejores oportunidades. Cuando hablé con Alicia Ortega, crítica literaria, editora y docente de la Universidad Andina Simón Bolívar, me dijo que para entender la migración es necesario pensar también en la huida y la expulsión. ¿De qué escapan nuestros compatriotas?: ¿de las tasas de desempleo que dejó la pandemia? —«Se perdieron más de 500 000 empleos […] y no se han recuperado» (BBC Internacional, 2023)—; ¿del increíble ascenso de la criminalidad? —este año entramos en el top 10 de los países con mayor criminalidad en el mundo (Primicias, 2023)—; o ¿de la pobreza, desigualdad y abandono ocasionados por décadas y décadas de problemas estructurales no resueltos que arremeten contra las familias de los sectores marginados?

En Monda & Lironda sabemos que la complejidad de este panorama requiere una master class, por eso nos juntamos con Alicia, quien, no solo nos ayudó a nombrar apropiadamente las condiciones de este «juego perverso», sino que nos motivó a sensibilizarnos para afrontar el odio y los prejuicios, propios y ajenos.

Antes de empezar, quisiéramos saber si existe algún punto de partida o enfoque conceptual necesario para entender la movilidad humana.

Sí, el punto de partida es comprender que parece que migrar es un verbo activo: «yo decido migrar»; parece que hay una voluntad. Sin embargo, hacerlo también va de la mano de una imposición, porque las personas que se movilizan en calidad de indocumentadas, en realidad, son desplazadas, independientemente de si acceden o no a la categoría de refugiadas o asiladas.

No tiene que haber una guerra para agarrar tus cosas y salir corriendo. La distribución inequitativa de la riqueza obliga a un porcentaje amplísimo de seres humanos —en Ecuador y a nivel mundial— a escapar de la pobreza, esto entre otras variantes; pero, el primer motivo para movilizarse es la supervivencia.

Ayer leía «Me llamo Julieta y busco a mi esposo», un texto de Cristina Burneo Salazar que forma parte del libro: Frontera abierta: la vida en dónde. Antología de Corredores Migratorios 2018-2022, donde se señala que Ecuador es el segundo país en las Américas con mayor desnutrición infantil crónica, sobre todo en las provincias de Chimborazo y Bolívar, donde, según Burneo, el 40% de la población de 0 a 60 meses presenta retardo en talla. En este contexto, las madres que deciden migrar sin papeles, las que están dispuestas a caminar a los EE. UU., por ejemplo, son expulsadas.

Para completar, quisiera decir que el sistema capitalista, debido a su lógica —la del capital— necesita de mano de obra barata que venga en estas condiciones; necesita que llegue gente indocumentada, de eso se trata el juego perverso.

En la esfera pública existe, por un lado, una puesta en escena del migrante rechazado, racializado, maltratado. Sin embargo, esa misma sociedad requiere de estas personas, las está esperando y por eso van, porque allá hay trabajo.

¿Alguna vez has migrado? Cuéntanos al respecto, ¿qué aprendiste?

Creo que es importante distinguir entre verbos, una cosa es viajar, en calidad de estudiante, por ejemplo, y otra es migrar. Mi pregrado lo hice en Moscú, estuve un año en Alemania y mi doctorado lo hice en EE. UU.; pero todo eso fue viajar. Se puede viajar en calidad de estudiante y de turista, pero hay diferencias. En esos contextos, eres una privilegiada, porque, para comenzar, tienes los papeles en orden, visa, educación, residencia, comida, seguro médico; puedes acceder a una serie de actividades culturales; y, lo más importante, no tienes miedo por tu condición de extranjera. O sea, cuando viajas eres una persona respetada en la esfera pública y eso implica una diferencia radical a cuando te desplazas sin papeles. En ese contexto, no te vas a liberar nunca del miedo a ser deportada, a enfermarte y no tener acceso a la salud… El miedo es un factor fundamental, porque, además, es funcional. Quien contrata a migrantes indocumentados juega con eso, porque para estas personas no existe la posibilidad del reclamo por el horario o el exceso de trabajo. No existen muchos puntos en común entre el desplazamiento de un migrante y el de un turista o viajero, porque el primero es empujado y no tiene posibilidades de elección.

Mientras hablamos me doy cuenta de que muchos no poseemos de las herramientas lingüísticas o conceptuales para hablar apropiadamente del fenómeno migratorio.  ¿Qué palabras nos sirven para nombrar esta realidad?

Sabiendo de antemano que las generalizaciones pecan porque no tienen matices, creo que hay que pensar en migrante, asilado, refugiado, desplazado y exiliado, estableciendo una cercanía semántica con el tema del desplazamiento.

Si la persona que migra lo hace porque está escapando de una situación difícil en términos políticos, se aplica el término exiliado —pensemos en los venezolanos que llegan acá—. Sin embargo, y esto es algo que no se suele mencionar, nosotros como país no solo somos receptores de migrantes, también expulsamos, porque no atendemos a ciertas personas. ¿Qué hizo el gobierno cuando recibió la información oficial sobre la desnutrición infantil crónica en Chimborazo y Bolívar?  La «solución» fue repartir un millón de vasos de leche, ¡vasos de leche! La desnutrición es un problema sistémico, estructural. Si el gobierno, a pesar de estas cifras, abandona a estas personas y les da la espalda, les está diciendo que sus vidas no nos interesan, que no nos importan. Ese es un gesto político y por eso estas personas se consideran abandonadas, desplazadas, expulsadas.

Su partida es una salida que tiene un carácter de urgencia. Creemos que solamente los exiliados salen corriendo, porque hay una estructura estatal que los está persiguiendo y los va a matar; pero nos cuesta concebir que esta población abandonada, que es una estadística inmensa, también tiene que salir corriendo, porque no hay comida, no hay trabajo.

Manifestantes marchan hacia la Plaza Grande en Quito, en el contexto del paro nacional de junio de 2022. Fotografía de Andrés León León tomada el 25 de junio de 2022. Cortesía.

¿Cómo las diferencias socioeconómicas, culturales, de género, etc. definen la vida de quienes se movilizan?

De muchísimas maneras, por ejemplo, no es lo mismo viajar o desplazarse con cuerpos masculinos que con transfemeninos. En las comunidades se agravan las cosas porque, si viaja primero —digamos— el hombre de la casa, pesan mucho las dudas sobre qué hizo una mujer para que su marido se fuera o sobre cómo ella va a usar su tiempo en relación a su vida íntima y sexual. Asimismo, si ella viaja con su hijo es una irresponsable, pero si lo deja es una mala madre. Además, los riesgos en el camino no tienen comparación para un cuerpo femenino o feminizado, porque las posibilidades de violación son altísimas, por eso, las chicas viajan con la pastilla del día después.

Tampoco es lo mismo viajar huyendo de la pobreza que hacerlo con tarjeta de crédito. Lo perverso es que el sistema requiere a quienes se movilizan con papeles y sin ellos. Como turistas somos grandes consumidoras en espacios caros. Como estudiantes o académicas viajamos a congresos o seminarios, donde nos esperan en la puerta grande, con una entrada muy visible y una puesta en escena pública y celebratoria. Pero también nos esperan en la puerta pequeñita, la de la cocina, la del sótano; en esos departamentos donde la gente está acinada, en la famosa estructura de la cama caliente.

A diferencia de un turista o estudiante, el desplazado, el indocumentado lleva los miedos, la culpa, las deudas, la vergüenza, la preocupación y, aunque estas sociedades requieran de ellos, son gente muy maltratada en el espacio público. También, le conviene a la estructura social, al gran capital que haya migrantes forzados a movilizarse sin documentos, porque se mueve mucho dinero. Sabemos que la ilegalidad hace posible que el consumo genere más ganancias. No se trata de que un consumo sea más caro o económico, el problema es que el consumo, en el contexto ilegal, va acompañado de una serie de prácticas de extrema violencia.

Se mueve una cantidad de dinero inmensa y todos se llevan algo: los guardias, los policías, los paramilitares, los coyotes, los bancos, las organizaciones que tramitan los papeles, los lugares donde van pernoctando… Unos se llevan más que otros y las personas que migran son el último eslabón, el más sensible de una larga cadena que, arriba, se topa con los altos mandos de los grandes Estados. De ahí que a la macropolítica y a la economía no les interese que las cosas sean de otra manera. ¡Es monstruosamente perverso todo esto!

Julieta dentro de «la platanera», es el nombre que le han dado los migrantes a un paso irregular en la frontera entre Ecuador y Perú. Fotografía de Andrés León León tomada el 18 de marzo de 2021. Cortesía.

En el contexto de la crisis migratoria actual, hemos sido testigos de los terribles niveles de racismo, xenofobia y aporofobia que se dirigen no solo hacia los compatriotas que hoy mismo caminan a través de la selva del Darién, sino hacia quienes cruzan desde Rumichaca o Huaquillas hacia Ecuador. ¿Cómo hacemos para darnos cuenta si estamos contribuyendo a estos prejuicios y para combatirlos?

Creo que se debe mencionar que el sistema conforma una serie de imaginarios y un vocabulario que genera miedo y odio. Ese ruido social construye la atmósfera cultural de la escena contemporánea y es muy difícil salirse de ese guion. Se lo reproduce en la televisión, los noticieros, los periódicos; lo usan los ministros, el presidente de la República, los banqueros, las profesoras, el padre, la madre; el abuelo lo comenta en medio de la pausa del fútbol y los jóvenes lo repiten. Entonces, aun siendo buenas personas, hay un contagio, porque esas palabras y afirmaciones, revestidas de autoridad, están también permitidas para el ciudadano común, independientemente de su clase social.

La única posibilidad es por la vía de lo sensible; tenemos que quebrarnos un poquito ante el dolor de los demás. No veo otra salida, menos en una coyuntura como la del presente, atravesada de tanto odio. Siempre es fácil condenar, ponerse en la postura de la corrección, aunque hablemos desde un lugar privilegiado. Muchos hemos tenido acceso a educación, una vida relativamente buena y a una serie de condiciones que nos han permitido movilizarnos porque lo hemos elegido. Lo mínimo que podemos hacer es una pausa para no alimentar el discurso del odio que genera fracturas sociales que no benefician a nadie. El odio es terrible porque alimenta los peores autoritarismos y el fascismo.

También creo que, desde las experiencias, se generan pequeños lazos comunitarios y afectivos. Podemos convivir y escuchar a esa migrante que trabaja en la tienda, en la peluquería o que es nuestra vecina. Condolerse ante el relato de la gente que conocemos agrieta el vocabulario del miedo y el del odio.

Es posible que esta narrativa de la crisis haya contribuido a que percibamos a quienes se movilizan como una amenaza, como los vehículos que transportan los peligros que los obligan a huir de sus hogares. ¿Qué les dirías a las personas que relacionan la criminalidad con la migración?

Es importante recordar que otra función que cumple el sujeto migrante, y que le resulta muy funcional al sistema, es la de chivo expiatorio: la culpa de todo la tiene el migrante. El Estado ecuatoriano es un narco-Estado corrupto e indolente, donde el proyecto neoliberal capitalista está en su fase más feroz. Pues bueno, cualquier persona a la que se le pregunte quién tiene la culpa, además de echarle la culpa al correísmo, piensa que los que roban y asaltan son los venezolanos y los colombianos: los migrantes, todo migrante —recordemos que antes, si estábamos en la Sierra, los culpables eran los costeños—.

Sabemos que es un principio antropológico: el mal siempre viene de afuera. Una sociedad requiere de la otredad para tener estabilidad en un contexto de crisis muy intenso. La sociedad, el orden, el poder necesitan hacer un señalamiento para evitar el «todos contra todos» que nos llevaría a la destrucción de la vida en comunidad. Por eso, lo que se busca es generar la unificación desde el reconocimiento de un enemigo. En este contexto, se piensa que los migrantes son los que no saben nada, los que se portan mal, los que ensucian y dejan todo feo y tirado, los que no manejan los códigos, los que son indisciplinados y, además, vagos.

Esta creencia le permite al Estado lavarse las manos y no asumir responsabilidades en un contexto de crisis como el que estamos pasando. Creo que todos hemos visto terribles niveles de racismo, xenofobia y aporofobia, y ahí está la paradoja: no solo dirigidos hacia nuestros compatriotas o seres queridos que se movilizan, sino infligidos, por nosotros, sobre los migrantes a los que acogemos.

¿Hay algo que no te haya preguntado y quieras decir a nuestros lectores?

Creo que todas somos migrantes o descendemos de migrantes, eso también se nos olvida. Es una ficción la idea de ser originario. Si cada quien, de manera honesta, revisa su historia familiar, va a encontrar un abuelo, abuela que llegó de otro lugar. Y, aunque muchos piensan solamente en esos ancestros que llegaron de Europa, en esas personas rubias de ojos claros, por el racismo perdemos de vista que estos seres humanos estaban huyendo de la violencia y pobreza del periodo de entre guerras, como los migrantes que acogemos hoy también huyen de la pobreza y la violencia de nuestra región.

No es una regla matemática, pero la gente que está bien no se va de su país, porque emigrar es muy doloroso. Despedirte de tu familia, tu barrio, tu casa, tu gente, tu idioma, tus costumbres, tus olores deja una herida difícil de sanar, una herida abierta que no se cierra nunca, independientemente de lo exitoso que seas.

Hay quizás una memoria genética y silenciada que está en nuestra esencia. Todos y todas somos migrantes, tenemos la marca del dolor de haber partido. Quizás no está mal recordarlo.

Rosalía Vázquez Moreno (Cuenca, Ecuador). Es licenciada en Lengua, Literatura y Lenguajes Audiovisuales por la Universidad de Cuenca y máster en Escritura Creativa por la Universidad Complutense de Madrid. Es escritora, editora, correctora de estilo, lectora y fotógrafa aficionada. Sus textos han sido incluidos en Wiwasapa (antología artística) (2017), Apenas memoria. Cuentos de transición (2020), ¿Hasta cuándo con el tal Chiriboga? (2021), El diablo verde (2023) y la novena edición de la revista literaria Salud a la esponja (2021). Ha escrito para varias publicaciones como Inhaus, la Gaceta Cultural República Sur y L’escalier Magazine. Le gustan los museos, el café y el rock ecuatoriano.

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