Monda & Lironda

REVISTA AZUAYA ESPECIALIZADA EN CRÍTICA CULTURAL Y ESCRITURA CREATIVA

NÚMERO 16

NOVIEMBRE 2023 | CUENCA, ECUADOR

«Salí corriendo»: extorsiones, reclutamiento y migración forzada en Ecuador

Por: Vanessa G. Sánchez

 

Una familia de migrantes ora en grupo antes de cruzar de forma irregular la frontera entre Ecuador y Perú por el canal que divide Huaquillas y Aguas Verdes. Fotografía de Andrés León León tomada el 18 de marzo de 2021. Cortesía.

 

Hay quienes migran porque en Centroamérica
la mitad de la población vive bajo la línea de la pobreza.
Hay quienes migran para reencontrarse con sus familiares
en el Norte. Pero hay también quienes […],
 más que migrar, huyen. […] Huyen de una muerte
sin rostro. Allá atrás, en su mundo, solo queda un agujero
repleto de miedo. Aquí y ahora solo queda huir.
Esconderse y huir.
OSCAR MARTÍNEZ, Los migrantes que no importan.

«Me tocó irme porque si no me reclutaban, me mataban», dice Domingo1, una mañana fría en algún lugar del Austro ecuatoriano. Después de que le obligaran a unirse a las filas de la banda criminal2 que controla su barrio, acorralado entre amenazas de muerte, vacunas, balas perdidas y más de media docena de familiares y conocidos asesinados, este joven universitario huyó de un día al otro, sin dinero: violentamente. Huyó, una noche de septiembre, de una ciudad3 de la provincia de Esmeraldas, hoy considerada la tercera más violenta de la región latinoamericana.

Como Domingo hay docenas, quizás cientos de casos más. Está por ejemplo José1, de veintiocho años, quien fue forzado a salir de la provincia del Guayas, después de negarse a ser reclutado por otra banda criminal. También está La Palo1, madre de tres y refugiada colombiana, quien, en los últimos siete años, ha tenido que moverse de lugar cuatro veces: cuando su exconviviente la buscaba para matarla; cuando una organización delincuencial trató de reclutar a su hijo de quince años en Esmeraldas, el año anterior; cuando, en el barrio en el que vivía, un delincuente de otra banda amenazó con matar a todos los niños mayores a diez años, incluido el suyo; y ahora huye de la sierra norte, porque es víctima de vacunaciones y extorsiones.

No hay cifras oficiales del número de personas forzadas a abandonar sus hogares porque el Estado ecuatoriano no las cuenta, mientras miembros de organizaciones humanitarias dicen que, a excepción de Colombia, el desplazamiento forzado en la región tiende a no reportarse. Además, los programas de movilidad que existen se enfocan con mayor fuerza en la migración internacional.

«Vivimos una crisis humanitaria silenciosa», dice Ismael Bernal Espinoza, licenciado en Sociología y Ciencias Políticas y activista comunitario en Esmeraldas. «[Hay] un etnocidio sistemático de la población, pero también hay un etnocidio estadístico en términos numéricos. Cuando el Estado nos niega, también nos desaparece como sujetos de derechos. No es un error. No es una eventualidad. Es una cuestión intencional». Mientras escribía este reportaje, la semana del 16 de octubre de este año, Bernal se vio obligado a abandonar el cantón Esmeraldas, tras tres días de enfrentamientos armados entre bandas que se disputan el control de esta zona portuaria.

El número de desplazados internos, es decir, las personas o grupos de personas que se han visto forzadas a escapar o huir de su hogar, como resultado o para evitar los efectos de un conflicto armado, de situaciones de violencia generalizada, de violaciones de los derechos humanos o de catástrofes climáticas y que no han cruzado una frontera internacional va en aumento en todo el mundo. En 2022, más de cien millones de personas se vieron forzadas a salir de sus hogares, según el reporte anual de Tendencias Globales del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR).

En Ecuador, la ola de violencia e inseguridad junto con la profundización de la pobreza han acelerado la migración en todas sus formas. Hoy, aproximadamente uno de cada dos ecuatorianos piensa que migraría si tuviera los suficientes recursos. Hay cifras que lo demuestran: según diario El País desde octubre de 2022 a agosto de este año, cerca de cien mil ecuatorianos intentaron cruzar la frontera estadounidense y fueron detenidos. Veinte y cinco mil ecuatorianos, en lo que va del año, cruzaron el Tapón del Darién, un mortal estrecho selvático ubicado entre Colombia y Panamá. Algunos llegaron a su destino con éxito y otros fueron tragados en el trayecto por tierras fangosas y caudales bravos.

Pero Ecuador no solo expulsa, también recibe a personas en movilidad. Entre 2017 y lo que va del año cerca de 600 000 personas forzadas a huir fueron acogidas y 74 000 de ellas son hoy reconocidas como refugiadas. El país es, además, una ruta de tránsito para quienes se dirigen hacia el norte y el hogar del tercer número más alto de personas refugiadas y migrantes de Venezuela, según un informe sobre tendencias nacionales sobre el desplazamiento forzado hacia Ecuador, realizado este año por ACNUR, Ecuador.

Aunque organizaciones civiles hablan anecdóticamente de un fenómeno en aumento, el Estado no ha reconocido el desplazamiento interno forzado como una problemática real que requiera atención, dice Cristina Burneo, miembro de Corredores Migratorios, colectivo transnacional que opera desde Ecuador a favor de la justicia migrante. «Al diagnosticar el problema hay que responsabilizarse, dar posibles soluciones y dar cuenta de su gravedad. No veo que eso vaya a pasar en un país administrado por capitales privados, narcocapitales y crimen organizado», asegura Burneo.

Si bien el desplazamiento interno forzado existe desde hace décadas, la principal peculiaridad es la velocidad con la que ha crecido en los últimos años, aunado con un incremento sin precedentes de la violencia y la presencia del crimen organizado que se vincula al narcotráfico internacional, explica Bernal Espinoza. De acuerdo a un reporte del Observatorio Ecuatoriano de Crimen Organizado (OECO), Ecuador podría alcanzar para finales de este año una tasa de criminalidad de 35 homicidios por 100 000 habitantes, posicionándolo entre los países más violentos de la región.

Hay otras particularidades. Quienes son desplazados se mueven en grupos y familias mixtas, compuestas por ecuatorianos, venezolanos, colombianos y haitianos recién llegados o que viven en el país desde hace mucho tiempo. Sin importar su nacionalidad, las políticas públicas para proteger a estas personas en situaciones vulnerables son insuficientes o nulas.

La Palo, cuya familia incluye una hija ecuatoriana, lleva siete años viviendo como refugiada en Ecuador y es presa constante de extorsiones, amenazas y violencia. Este año, cuando se vio obligada a huir una vez más, perdió su vivienda y, aunque la constitución dicta que el Estado debería protegerla, me dice que solo accedió a un hotel por veintiún días y gracias a la gestión de organizaciones civiles. «Si me valieran mis derechos como refugiada, yo no estaría en esta condición», dice ella.

Andrés, migrante venezolano, viaja con un bate para defender a su grupo de asaltos y ataques. Fotografía de Andrés León León tomada el 18 de marzo de 2021. Cortesía.

Huir o ser reclutado

«Si uno no se les une, despídase del mundo. Lo matan sin problema alguno», afirma Domingo y lanza una carcajada desgastada. El reclutamiento de niños y jóvenes, en zonas con alto índice de pobreza, históricamente abandonadas por el Estado y con alta deserción escolar, ha permitido que incremente la base social del crimen. También ha traído muerte: los periódicos contabilizan 500 menores de edad asesinados desde 2020, 231 solo en 2023. Los que logran esquivar una bala o el reclutamiento, son obligados a salir de su hogar, aunque no quieran.

Para no ser cooptado, Domingo dejó atrás una carrera a medio acabar. En la única universidad pública de la provincia, lo empezaron a vacunar cada ciclo y, luego, le obligaron a unirse a la banda enemiga de la que domina la universidad.  Unirse era muerte segura, una muerte, además, absurda. «Para que lo maten a uno de por gusto», dice Domingo. Llegó hace más de un mes a la casa de un pariente a quien no conoce. Aquí, en algún lugar del Austro, ha tenido que lidiar con las miradas que lo estudian con sospecha, el desempleo y un clima que todavía paraliza sus huesos, pero dice que este todavía es territorio neutro. 

Para quienes huyen nunca hay tregua. No hay garantías sobre la vida. Es imposible planificar porque siempre se corre el riesgo de tener que volver a empezar desde cero. Huir es pasar hambre, es dormir temporalmente en un albergue, es dejar la escuela, es levantar con esfuerzo las paredes de un hogar y no saber cuándo vas a tener que abandonarlo.

La Palo dice que salió corriendo cuando el nombre de su hijo adolescente apareció en una lista de la muerte. Lo querían reclutar a toda costa, entonces se fueron con lo que llevaban puesto, dejando atrás un empleo y una vida que parecía relativamente estable. «Ese sector se quedó sin adolescentes, sin jóvenes, porque todas las mamitas sacaron a sus niños de ahí», cuenta.

Huir constantemente ha tenido también consecuencias para sus dos hijas, quienes no han podido terminar la escuela. Este año, la más pequeña va a tener que repetir el primer grado. La Palo a veces se siente culpable y egoísta por sacrificar la vida de sus hijas mujeres, pero dice que cuando te persiguen, hay poco espacio para esas reflexiones. 

Por un momento pensó que podía echar raíces, pero luego llegaron las extorsiones que aún no le permiten salir con tranquilidad a vender café y empanadas, el sustento de vida de esta madre soltera. La Palo mira con el rabillo del ojo a su hija, se inclina y susurra al parlante del teléfono celular que sostiene con la mano derecha durante la videollamada. «Ahorita mismo, donde estoy, hay rumores de que han llegado…». No puede terminar la oración, hacerlo es también un riesgo. «Estaba conversando con mi hija y mi sobrina, para ver si buscamos otro sector, porque esto, acá, está difícil».

1 Los nombres de quienes accedieron a contar su historia han sido protegidos con el objetivo de resguardar su seguridad e integridad.  

2 Del mismo modo, los nombres de las organizaciones criminales han sido omitidos para proteger a las personas que colaboraron con su testimonio, a la autora de este texto y al equipo de esta revista.

3 Por seguridad, no será nombrada.

Vanessa G. Sánchez (Cuenca, Ecuador, 1992). Es periodista de investigación y máster en periodismo por la Universidad de Maryland. Vive en Estados Unidos desde hace cinco años, pero sueña con volver a Ecuador cada cierto tiempo. Ha escrito para varios medios estadounidenses, incluido The Washington Post, The Associated Press, The Guardian, Searchlight New Mexico, The Baltimore Brew y El Tiempo Latino. Pueden encontrar su trabajo en vanegsanchez.com.

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