Tres minutos… tiempo
Por: Verónica Andrade Aguilar
Llorando lejos de mi patria,
lejos de mi madre
y de mi amor.
SEGUNDO BAUTISTA («Collar de lágrimas», 1958)
Fotograma de Un abrazo de tres minutos. Imagen libre de derechos. Cortesía.
Un abrazo de tres minutos (2018), dirigido por Everardo González, es un documental que, en 28 minutos y sin la necesidad de diálogos, logra transmitir lo que más de 1000 palabras o 20 discursos políticos jamás podrían o deberían. Esta pequeña cinta retrata el evento denominado «Abrazos, no muros» que, desde 2016, organiza la Red Fronteriza por los Derechos Humanos. El cortometraje documental inicia con algunas llamadas telefónicas, mientras que, al fondo, se muestra el puente que está entre la frontera de EE. UU. y México, para, después, poner el foco en lo que da el nombre al documental: un abrazo de 3 minutos.
Lo que vemos luego son los dos lados de una frontera y un muro invisible, únicamente los separan las reglas del evento y el color de las camisetas: azul para los que están a «un lado» y blanco para quienes están «al otro lado». El documental es brevísimo, sin embargo, el sentimiento de vacío que genera se queda por largo rato y la palabra que queda resonando en la cabeza y el corazón de quien lo vea es: ¡tiempo!, ¡tiempo!, ¡tiempo!
A los quince minutos y dieciocho segundos inicia el primer abrazo, las lágrimas, las palabras; a los diecinueve minutos y dos segundos se escucha la palabra «tiempo» y se ven otra vez las lágrimas, las bendiciones y las despedidas. He repetido el documental tres veces para calcular el tiempo del abrazo, para convencerme de que entre los quince minutos y dieciocho segundos y los diecinueve minutos y dos segundos hay más de tres minutos, para asegurarme de que las personas que veo tuvieron más tiempo para estar juntos.
Pienso que en este intento de reseñar el documental —con un poco de miedo—, estoy también reseñando una realidad, pero ¿cómo se reseña la realidad?
Los que se van
El filme evidencia la desesperación de las familias que por años han esperado un abrazo, uno que no llega porque algunos de sus miembros son «ilegales». También nos muestra la tristeza que dibujan las líneas fronterizas, los muros que se construyen entre familias y el egoísmo y la violencia hacia quienes migran. Me pregunto por qué ocurre esto, si se supone que todos somos seres humanos.
Me cuestiono también en qué se convierten los que se van lejos de su país, los pocos que encuentran trabajo y construyen una familia, los que corren riesgo al cruzar fronteras, los que no regresan, los desaparecidos. Trato de pensar que el documental, para evitar la crueldad, no nos muestra a quienes buscan desesperadamente a los hijos, hermanos, nietos, sobrinos o tíos de quienes nunca más tuvieron noticias. ¿A dónde van los que se van?
Los que se quedan
Tengo un claro recuerdo —tal vez uno colectivo—, de mi hermano bajando las escaleras de la casa, en pijama, con el teléfono en la mano. Entonces estaba llorando, llorando de tristeza ya que uno de mis tíos llamó a despedirse, porque se iba a Estados Unidos. Repito el documental y me pregunto: ¿qué pasa con los que se quedan? Pienso en que unos crecen mientras se dedican a recordar, algunos se llenan de rabia tratando de entender por qué se fue mamá o papá, mientras otros buscan la oportunidad de volver a verlos. Regreso al minuto quince del documental, otra vez pienso en estos veintiocho minutos que podemos ver desde el privilegio de estar recostados en nuestra cama y conectados a Netflix, de que nuestros abrazos duren más de tres minutos y de que no haya una persona repitiendo: «¡tiempo!».
Los que llegan
Cuando termino de ver Un abrazo de tres minutos por tercera vez, me doy cuenta de que he pasado más de una hora intentando reflexionar sobre la migración, sobre esa palabra tan tristemente familiar, sobre esa situación que todos conocemos, pero que no acogemos. Pienso en los migrantes que llegan, las personas que salen de su país o su ciudad, porque su vida se ha ligado a la violencia, a la falta de oportunidades y, por ello, a la ruptura de su familia y a la muerte.
Sería maravilloso que todos podamos tomarnos este tiempo —veintiocho minutos— para que, en estos días tan difíciles, no nos falte la conciencia de recordar que todos estamos incompletos —a todos nos falta alguien—, que todas las familias han visto a un ser querido irse y, a veces, no volver. Tal vez hacen falta veintiocho minutos para no convertirnos en esa persona que, desde el privilegio de alguien que ve un documental, de alguien a quien le caen dos lágrimas de pena o, tal vez, empatía, pero que, al ver una mala noticia en la televisión o al escuchar sobre algún robo en la radio, culpa a quienes se vieron obligados a migrar, porque no, realmente no tuvieron una oportunidad.
Cartas enviadas entre Verónica y sus tíos, quienes viven en EE. UU. Cortesía.
Final: cuento de terror
En la familia de mi mamá son nueve hermanos y hermanas, cuatro viven en Ecuador. Todas las navidades nos extrañamos, todos los fines de año estamos incompletos. Con el paso de los años, tratamos de mantener la esperanza de estar todos juntos de nuevo, sin embargo, el trabajo, las responsabilidades, la inseguridad, el miedo, la visa no nos han permitido volver a reunirnos como familia. Cada año que pasa, a la abuelita se le van apagando, poco a poco, las ilusiones de ver nuevamente a todos sus hijos, hijas, nietos y nietas juntos. Aunque sé que es uno de sus anhelos más grandes, no se ha cumplido.
Verónica Andrade Aguilar (Cuenca, Ecuador). Es licenciada en Lengua, Literatura y Lenguajes Audiovisuales por la Universidad de Cuenca, máster en Estudios Avanzados en Literatura Española y Latinoamericana por la Universidad de La Rioja y actualmente se encuentra cursando un Máster en Gestión de Proyectos Culturales. Es correctora, lectora, gestora y escribe cuando quiere renunciar. Se encuentra en la búsqueda constante del equilibrio entre la cultura y la administración pública, así como entre el reguetón y la academia.