Ahora se me ocurrió hablar de libros prohibidos, compresas, sótanos y acompañantes
Por: Erika Torres
Imágenes libres de derechos intervenidas por Juan Contreras.
Estaba muy pequeña, creo que iba en quinto grado, cuando descubrí en lo más alto del armario, entre las sábanas limpias, aquel libro amarillo del doctor David Delvin que atesoraba mi madre. Todas las tardes me escondía en el cuarto de planchado para ojearlo, con aquellos términos mejoraba la si–la–ba–ción (porque la maestra enviaba alguna fábula para que la leyéramos y extrajéramos vocabulario, y eso me aburría). Con el tiempo, cobraron vida las ilustraciones de esas mujeres que, vestidas con chaquetas de cuero, minifaldas, medias de malla y tacones, besaban a hombres de todas las formas: podía escuchar cada cosa que les decían a sus amantes, oler las colonias que se aplicaban antes de sus encuentros, saborear los labios que tocaban, sentir el fuego que les calcinaba debajo de las pancitas. No entendía lo que me sucedía, pero me agradaba. Un día se lo comenté a mi familia durante el almuerzo, nunca más encontré el libro.
En circunstancias nada similares descubrí El otro gozo de Susana Bermeo, un tratado casi filosófico que se mezcla con el testimonio de la autora sobre el disfrute sexual. Lo que diferencia el hallazgo de este libro con el de Delvin es que ya no soy tan pequeña ni leo a escondidas. Hace algunos años dejé de esconder el pedazo de papel higiénico con sangre en la cesta de la basura o de sentirme avergonzada si una varilla de mi brasier se sale cuando estoy en la calle. Aunque hasta hoy recurro al té de ruda y a las vaporizaciones de malva y romero que me enseñaron en casa —«cuando sientas que un aguacero espeso desciende desde tu estrujado útero, confía en la magia del humo y de las hierbas»—, al inicio todo se deformó en el colegio de señoritas al que fui, porque, tristemente, ahí nos enseñaron a sonrojarnos cuando eso llegaba, hasta nos hicimos sensibles del olfato. Nos hicieron creer que nos poníamos «malitas» una vez al mes, que estábamos incapacitadas y que éramos insoportables, mientras nos obligaban a comprar soluciones efímeras que podían terminar exhibidas con restos de nuestras células o despedazadas por las gaviotas y los crustáceos de las diferentes costas del mundo.
Durante años creí que mi cuerpo en su fase menstruante era capaz de dañar todo lo que tocaba; creía que agriaba las frutas, desinflamaba el pan leudado, lesionaba animales chiquitos, enfermaba bebés o marchitaba violetas, cual rey Midas con su toque maldito. Calafell Sala (2022) señala que nuestra vida fértil se ha convertido en un objeto de enajenación, situación apoyada por los gobiernos y la publicidad, pues la industria de productos menstruales no solo busca manipular el flujo de nuestros úteros, sino que ocupa un lugar importante en el flujo comercial de nuestras pobres sociedades, las que se emocionan cuando las compresas y los analgésicos están con descuento en las perchas de los supermercados; y esto si se corre con suerte y recursos, pues hasta en estos procesos es notoria la desigualdad. Por poner un ejemplo, en casos de movilidad humana se registra un sinfín de problemáticas a las que las personas menstruantes se ven sometidas mientras se desplazan por las fronteras, por lo que el derecho a la salud, además de otros, deja de garantizarse (Plan Internacional, 2023). Es necesario visibilizar nuestra naturaleza fértil, en todas sus etapas, y los problemas que enfrenta en un mundo cada vez menos sensible, pues en cualquier lugar del planeta hay un cuerpo reprimido. Por ahí existe una abuela que no puede expresar libremente su sexualidad, una madre que no puede arrepentirse de su maternidad, un cuerpo mutilado que no se siente deseado, una adolescente que odia su periodo o gente que le teme a su naturaleza.
Lo curioso es que, desde una mirada antropológica, nuestros cuerpos fértiles aportaron al desarrollo de las civilizaciones. Cuando los hombres salían a cazar, las mujeres se quedaban al cuidado del grupo y de la tierra, y, mientras las crías comían frutas y verduras, las mujeres sembraban las semillas, cuidaban los capullos y cosechaban los manjares. De esta forma, la vida cíclica femenina se convirtió en un acto de adoración.
En tiempos antiguos, los misterios del cuerpo de la mujer eran celebrados con rituales. La menstruación, la sexualidad, el parto, la menopausia y la misma muerte eran considerados momentos de apertura de gran importancia, y debían ser honrados. Eran pasos de transición entre los dos mundos: el físico y el espiritual, entre el mundo exterior y el mundo interior. El vehículo de transformación y trascendencia era el cuerpo de la mujer y lo sigue siendo, solo que necesita de ser reivindicado. (Bermeo, 2023, p. 68)
Aunque la feminidad es parte del ser —al igual que la masculinidad—, cada vez son menos visibles sus aspectos trascendentales, ya sea porque la confundimos con lo femenino, que es ya la representación tangible —o sea, una mujer—, o porque en varias culturas se la asocia con sensibilidad, la que, automáticamente, es sinónimo de debilidad —qué normal es ver a una mujer que llora, pero qué impactante resulta cuando un hombre lo hace—. En la antigua Grecia la fusión del ánima y del ánimus representaba la perfección de la humanidad, era el paso hacia la espiritualidad plena; quien podía sentir amor y compasión por una materialización fusionada estaba destinado a la perpetuación.
Hombres y mujeres estamos formados de la misma materia. El elemento que nos impulsa es la energía vital y aquello que nos anima es el espíritu. La polaridad y la dualidad son los ejes fundamentales en la vida del ser humano. Nos encarnamos en medio de dos ejes que nos enmarcan en cuatro puntos capitales: la materia y el espíritu (dualidad); y, lo masculino y lo femenino (polaridad), pedestales que, a pesar de tener direcciones opuestas, confabulan en una sola eufonía, consonancia y afinación. Esta excepcional alquimia se atrofia poco a poco con el tránsito de los años, debido a la represiva formación, tanto de padres como educadores; estos comportamientos irreflexivos son los que vulneran de manera profunda la legítima propiocepción de los niños. (Bermeo, 2023, p. 80)
Con esto, me atrevo a afirmar que el alma es algo que nadie se arriesga a tocar. Nos educaron para ser prácticos y fugaces, pues, mientras menos naveguemos por las profundidades del otro, más felices seremos, y es mentira. Es necesario conocer al otro, porque así logramos satisfacer a nuestro ser. Sin embargo, eso es difícil, claro, porque primero debemos emprender la tarea de conocernos y pocos tomamos las riendas necesarias para bajar a nuestro sótano, por así decirlo, porque hacerlo asusta, atemoriza la sola idea de encontrar al cancerbero. Aun así, quién sabe, en el fondo podríamos encontrar el verdadero fuego que nos mantiene. «La intimidad es entrar en la pureza de tu ser. Es difícil tener una sexualidad plena si no conocemos el cuerpo en el que habitamos» (Bermeo, 2023, p. 182).
Lamentablemente, lo mundano está a la orden del día. Es paradójico entender que muchas personas sienten pavor de conocerse plenamente e incomodidad por saber qué y cómo disfrutan de su sexualidad o sensibilidad, o, más aún, comprender que se incomoden cuando alguien ha decidido transitar el autoconocimiento. Resulta paradójico saber que existe gente que se asusta de quienes son capaces de interrumpir un almuerzo para hablar de una sexualidad sana y de la responsabilidad afectiva, cuando otras personas consumen ficciones enfermizas o justifican a quienes sostienen la trata y explotación sexual, a quienes naturalizan el incesto, el acoso callejero, entre otras cosas que suceden a diario en nuestras ciudades y a la vista de jueces y fiscales. Por hablar de otro ejemplo, actualmente en Azuay se investigan varios casos de mujeres desaparecidas, mientras, en el espacio físico y virtual, varias mujeres denuncian a diario a acosadores, agresores, deudores alimenticios y padres ausentes. Todos esos testimonios quedan en el total abandono y son ignorados no solo por las autoridades, sino por la comunidad en general. Razón tenía la escritora María Rosa Crespo cuando decía que el Azuay es una tierra de mujeres solas.
Sin embargo, dejamos de estar solas cuando las manos de nuestras amigas acunan nuestros corazones, cuando nuestras madres nos preparan nuestros postres favoritos y nos tejen bufandas y guantes para el frío, cuando nuestras hermanas nos escuchan hablar una y otra vez sobre la misma historia. Dejamos de estar solas cuando entre todas reunimos los fideos de nuestras alacenas para preparar una deliciosa sopa durante la crisis, cuando entre todas cuidamos a las crías. No sé si estoy tan segura, pero ¿será que, con El otro gozo, Susana Bermeo intentó entregarnos un acompañante para los días vacíos, para los plenos o para los que están a medias?, ¿quién sabe? Quizá el 23 de noviembre, durante la charla sobre los sentidos y el placer, la autora nos dé la respectiva respuesta, mientras la acompañamos con el chocolate morlaco, el de las seis de la tarde.
Referencias bibliográficas
Bermeo, Susana. (2023). El otro gozo. Quito.
Calafell Sala, Núria. (2022). Los cuerpos (visibles) en prácticas de educación menstrual (visible). Revista de Educación. XIII (25), pp. 53-75.
Plan Internacional. (2023, mayo 28). Niñas y adolescentes migrantes luchan por tener una menstruación digna. Plan Internacional. https://plan-international.org/mexico/noticias/2023/05/29/ninas-y-adolescentes-migrantes-luchan-por-tener-una-menstruacion-digna/
Erika Torres. Nómada de los Andes que hace poco terminó el «año maldito» por el que todas las rockstars pasan. Licenciada en Ciencias de la Educación, con mención en Lengua, Literatura y Lenguajes Audiovisuales. En sus tiempos libres se dedica a armar sendos monólogos sobre la existencia que quedan solo para ella, porque, como buena juliana, es algo reservada. Le gusta escuchar porque así aprende más que cuando habla. Es más lectora que escritora y también viceversa.