Monda & Lironda

REVISTA AZUAYA ESPECIALIZADA EN CRÍTICA CULTURAL Y ESCRITURA CREATIVA

NÚMERO 25

MARZO 2025 | CUENCA, ECUADOR

Algunos recuerdos merecen futuro

Por: Verónica Andrade Aguilar

 

La Comuna 13 (Medellín, Colombia). Imágenes libres de derechos intervenidas por Juan Contreras.

Hoy es 29 de marzo, llegué a Quito por la mañana, el vuelo aterrizó exactamente a las 7:52. La historia es muy sencilla, hace diez días me compré un boleto a Colombia y, desde entonces, he vivido con el miedo de que, si llego a pasar la puerta de los arribos y él no está ahí, me voy a morir de la tristeza. De la tristeza no más, porque ya me puse en contacto con un par de amigos en Medellín, por si acaso. Parece que mi vida solo quiere hacer un story time de cómo, a los 30, enloquecí por un chico, un virgo que, según un amigo, es mi alma gemela —porque piscis con virgo son una explosión—. Cuando compré el boleto no lo pensé mucho, lo único que me movía era la idea de que, si no lo volvía a ver, me iba a arrepentir; aunque mi viaje de tres días fuera una oportunidad para encularme más. Yo solo pensaba en las películas y sus finales felices, ¿por qué algo así no podía pasarme a mí?

Conocí a Teo un jueves 29 de febrero, había llegado a Medellín para celebrar mi cumpleaños y el de una amiga. No era la primera vez que viajábamos, era la quinta, porque yo estaba enamorada de la ciudad. Quedamos en visitar a Pupilo, un buen amigo que tatúa y vive en la Comuna 13. Llegamos, compramos cerveza y, como teníamos ganas de «tusi», nuestro «parcero» dijo que iba a comprarla en el barrio. Todo bien, todo perfecto, hasta que empezaron a pitar afuera de la casa. Salí al balcón y me asomé, abajo estaba un loquito de pelo largo gritando algo que no entendí. Pupilo bajó, porque dijo que él era «la pinta» y que lo llevaría a comprar.

Mi amiga y yo nos quedamos, paseamos por el Graffitour y tomamos cerveza. En una hora, más o menos, regresamos a la casa y ellos llegaron a los diez minutos, con una cubeta de huevos, una funda de arepas y en sus bolsillos «un punto de tusi». Subimos las gradas, nos presentaron; el chico del pelo largo se llamaba Teo y, enseguida, me preguntó qué hacía, a qué me dedicaba. Yo, con la cuencanidad que me caracteriza cada tanto y de la que siempre trato de huir, de forma pretenciosa le empecé a contar que tenía una licenciatura, un diplomado y una maestría. Él me miró sonriendo y me recordó que eso no era una entrevista de trabajo, él no quería conocer mi hoja de vida, sino saber quién era yo. Me dio vergüenza, oculté mi asombro, traté de ponerme canchera, alcé la botella de Pilsen y seguí conversando. Pasaron un par de horas y lo convencí de que nos acompañara, en la «motora», a ver las batallas de freestyle que hacen cerca de la biblioteca de San Javier. Para ese momento yo ya había tomado lo suficiente y no me importó subirme sin casco, porque en la Comuna no es necesario utilizarlo, según yo. Estuvimos en el evento una hora, asumo, y después lo invité a pasar la noche conmigo. La verdad no me acuerdo de absolutamente todo, pero disfrutamos lo más que pudimos. Amaneció y se fue. Yo iba a estar de visita un par de días más, así que quedamos en vernos el domingo.

Todavía faltan muchas horas, mi vuelo a Bogotá sale a las 17:00 y apenas son las 11:00, tengo que pasar nueve horas en el aeropuerto. Reviso mi celular, me tomo una foto, la subo a close friends en Instagram. Me siento nerviosa, ansiosa, la verdad no sé qué va a pasar. A veces no entiendo por qué tomo decisiones así. Insisto en que si no lo veo otra vez me voy a arrepentir, igual, qué más da, el vuelo ya lo tengo, estoy a casi mitad del viaje…

El domingo conversé con mi amiga, le dije que quería despedirme de Teo, entonces ella hizo otros planes. Le escribí, le dije que venga al Airbnb. Mi idea era perfecta, tomar unas cervezas, besos, abrazos y listo, todo lo que el cuerpo nos pida. Me respondió que claro, que con mucho gusto, pero que él estaba en la casa de Pupilo, en donde nos conocimos, que lo mejor era vernos ahí, tomar unas «politas» y conversar. Perfecto, pensé, voy, tomamos cerveza y nos despedimos. Cuando llegué estaban viendo One Piece, a mí también me gusta el anime, y me senté a disfrutar de un par de capítulos, mientras cruzábamos una que otra palabra.

Después de ver un capítulo más nos pusimos a conversar, nos agregamos a Instagram y a Facebook, me mostró fotos sobre lo que hacía y yo trataba de seguirle la conversa mientras pensaba: ¿a qué hora nos encerramos en el baño? Subimos a la terraza, nos sentamos, él en un tronquito a medio cortar y yo en una jaba de cervezas. Empezó a contarme sobre su vida y, para no hacer muy largo el cuento, solo puedo decirles que su historia me cambió, me movió todo. Explotó la burbuja en la que había vivido. Teo buscaba empezar de cero y, por eso, tenía un vuelo para España el quince de abril. Yo me sentí como en la película Rosario Tijeras, los dos sentados en una terraza de la Comuna 13 en Medellín, tomando cerveza de la botella, fumando un porro, las luces se veían al fondo y sonaba el vallenato «Recuérdame».

Tras algunas horas, porque sí fueron horas las que pasaron mientras conversábamos, me pidió que le cuente sobre mí. Yo no quise contarle nada de esa vida que, al lado de la suya, parecía casi perfecta, pero insistió y conversamos un poco sobre mis privilegios. De eso recuerdo los huequitos en sus mejillas, nunca dejaba de sonreír, ni siquiera cuando me contaba que se le murió «la cucha», porque eso sí, no había que dejar de sonreír nunca.

Bajamos las gradas y le pedí que pasemos la última noche juntos. Me sonrió. Subimos a la «motora», llegamos al Airbnb y pusimos vallenato en la tele para que él me enseñe a bailar. Yo no podía entender cómo me había encagonado en horas, era absurdo: cagada por un man con una historia loquísima de vida; cagada aunque, probablemente, esa era nuestra última noche. Conversamos en el balcón y yo no lo abracé tanto, porque tenía miedo de que los créditos de la película en la que estaba empezaran a salir un poco antes de la palabra «FIN». El lunes nos despertamos, conversamos mucho, mucho, nos reímos y aprovechamos los últimos minutos que teníamos. Antes de irse le repetí: «Teo, tú y yo nunca más nos volveremos a ver». Supongo que él no quería ponerse dramático, pero me dijo que la vida era incierta y que no sabíamos qué podía pasar. Nos dimos un beso largo. «Chao papacito», le dije y cerré la puerta.

Lo pensé todo el viaje de regreso, de verdad su vida cambió la mía, su energía me transformó. Cuando llegué a Ecuador, le dije que se venga unos días, acá tenía hospedaje y comida, nada le iba a faltar y yo podía disfrutar de verlo una vez más antes de que se fuera. Me dijo que lo iba a pensar. Pasaron los días y me propuso que fuera yo a visitarlo, así pasaríamos unos días en la finca e iríamos a las procesiones de Semana Santa.

Yo lo pensé muy poco, pero mi primer y más grande miedo era que, si viajaba, cuando yo llegase él no estuviese ahí, esperándome. Para asegurarme le pregunté cinco veces si de verdad seguía en pie la invitación. Teo, las cinco veces, me dijo que sí, pero mi inseguridad crecía porque no conversábamos a diario. Compré el boleto. Conversé con una de mis mejores amigas y me dijo dos cosas muy contundentes: la primera, «Si te gustó y sentiste esa conexión con él, es porque es un buen chico —espero con todo mi ser que sea así—»; la segunda:

—Es la primera vez que no sigues tu patrón.

—¿Mi patrón?

—Sí, ese patrón de salir con chicos que te necesitan para que tú te sientas bien.

Obvio, Teo no me necesitaba, no necesitaba a nadie, porque estaba muy claro y enfocado en que se iría. Yo tenía ya todo listo, era suerte o muerte. Tenía que ir porque tenía que ir, a pesar del miedo y la ansiedad. Los días pasaron…

Siempre he soñado en que el amor de mi vida me va a esperar con flores a la salida de la puerta de arribos internacionales, porque, en todo lo Rosario Tijeras que puedo ser, quiero vivir algo Disney. Hace un mes llegué a Medellín sin tener idea de que un chico de cabello largo, cejas negras y huequitos en las mejillas —todo un pirata, como yo le digo—, me cambiaría la vida, la forma de ver las cosas, rompería mi burbuja y me mostraría que sí, que también puedo vivir mi historia de película.

Hoy es viernes 29 de marzo, el vuelo aterrizó en Medellín a las 22:34. Me bajé casi corriendo del avión, espero un mensaje que diga «estoy aquí». Tengo miedo, nervios, ansiedad, dejo de correr y empiezo a caminar lento por el pasillo. Otra vez me pregunto por qué hago estas cosas. Les escribo a mis amigas, me sudan las manos, me duele el estómago. Bajo las gradas y voy directo al baño para peinarme, ponerme desodorante, perfume y labial. Salgo, avanzo hasta la puerta, tengo miedo de no verlo ahí. No está. Pienso en qué voy a hacer, subo nuevamente las gradas para cambiar unos dólares y entonces me llega un mensaje. Mi alma regresa a mi cuerpo. Me entregan el dinero y camino. No dejo de sonreír y, otra vez, pienso en que estoy loca, pero, tal vez, sí, estas cosas sí me pueden pasar a mí.

Verónica Andrade Aguilar (Cuenca, Ecuador). Es licenciada en Lengua, Literatura y Lenguajes Audiovisuales por la Universidad de Cuenca, máster en Estudios Avanzados en Literatura Española y Latinoamericana por la Universidad de La Rioja y actualmente se encuentra cursando un Máster en Gestión de Proyectos Culturales. Es correctora, lectora, gestora y escribe cuando quiere renunciar. Se encuentra en la búsqueda constante del equilibrio entre la cultura y la administración pública, así como entre el reguetón y la academia.

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