La memoria futura de un país fundido
Por: Luis Fernando Fonseca
«Cuando estudiaba cine un profesor nos mostró la foto de Videla acariciando la cabeza de una nena y de Hitler ambientalista. La exageración era para decirnos que narrar las paradojas y matices humanos es más difícil que narrar desde “El campo del Bien”, pero mucho más eficaz».
Ariana Harwicz
Imágenes libres de derechos intervenidas por Juan Contreras.
Granadas,
armas largas,
explosivos artesanales.
La exhibición que hizo, en varios planos, un grupo de delincuentes que irrumpieron el foro de TC Televisión, el martes 9 de enero de 2024, fue señal de que a la historia de los ecuatorianos le sobrevino un fundido a negro. Un telón oscuro volvía —como durante la pandemia— a eclipsar la idea de «isla de paz» que habíamos comprado por tanto tiempo. Con una diferencia: la ilusión se terminaba. El terror, casi unánime, ¿es definitivo?
¿Qué ver después de ese susto, entre razias de militares y policías entrando a barrios empobrecidos? ¿Cómo conjurar la opinión tan extendida del «ojo por ojo»? ¿Cómo aplacar la «mano propia» de las clases proclives al linchamiento, ya no simbólico —el escarnio, la exposición, el morbo—, sino real —lapidación humillante, extrajudicial, asesina—?
A Clockwork Orange (Stanley Kubrick, 1972)
Fotograma de A Clockwork Orange (1972). Imagen libre de derechos. Cortesía.
Londres (en la adaptación del libro de Anthony Burgess): salvajes peleas, asaltos a casonas, violaciones con saña y un asesinato de odio llevan al infame Alex DeLarge (Malcolm McDowell) a una cárcel y al intento conductista de componer su mente, para que sienta lo que sienten el resto de humanos al ver esos crímenes y, así, deje de cometerlos. Sin embargo, en el engranaje social en el que se pretende encaje este expandillero reaparecen, para humillarlo, dos de sus antiguos cómplices, droogs convertidos en policías: Dim (Warren Clarke) y Georgie (James Marcus).
¿Es la policía el trabajo ideal para rufianes que están en edad de trabajar?, como dice Georgie.
American History X (Tony Kaye, 1998)
Fotograma de American History X (1998). Imagen libre de derechos. Cortesía.
Los Ángeles: humillaciones antisemitas y palizas racistas incuban el odio del neonazi Derek Vinyard (Edward Norton), quien, mientras huía, comete un doble asesinato al dispararle y desencajarle la mandíbula contra el filo de una acera a dos de los asaltantes negros de su vecindario. Los intentos de alejar a su hermano, Danny Vinyard (Edward Furlong), del odio de los skinheads se ven frustrados cuando Derek, ya exconvicto, recoge su cuerpo luego de los tres disparos con que Little Henry (Jason Bose Smith) cobra venganza.
¿En qué se distingue la idea de justicia de un neofascista armado de la de quienes claman que los crímenes deben cobrarse «diente por diente»?
Crónicas (Sebastián Cordero, 2004)
Rodaje de Crónicas (2004). Fotografías cortesía de Sebastián Cordero.
Babahoyo: la vida del vendedor ambulante de biblias Vinicio Cepeda (Damián Alcázar) se detiene como su camioneta, cuando, por accidente, atropella a un niño que tropezó en una calle llena de lodo para perseguir su pelota. Una muchedumbre en la que resalta el padre del niño quiere linchar a Vinicio; le pegan, le rocían gasolina. A la cárcel, llega el reportero Manolo Bonilla (John Leguizamo) para seguir el rastro de un violador en serie y asesino de niños llamado el Monstruo de Babahoyo, sobre quien Vinicio, desesperado, ofrecerá pistas.
«Para lograr que el personaje sea real, perturbador, atemorizante, debemos identificarnos con él», escribió Cordero en «Intenciones del director», texto que se publicó junto al guion original de Crónicas en Primer borrador: Crónicas una película de Sebastián Cordero (UArtes Ediciones, 2021).
Tengo la impresión de que a estas tres películas las rodea un silencio en presente, el de quien se esfuerza por ver a la venganza como forma única de justicia, a la revancha como reparación, al castigo como liberación. A la aparente mayoría que tiene esa mirada le incomodaría lo que cada historia devela en su contexto.
Otras identificaciones
«Incluso un asesino despiadado puede sentir amor, de la misma manera que un hombre de familia, bueno y cariñoso, puede estar lleno de pensamientos oscuros», ha dicho Sebastián Cordero. «Yo quería que los momentos más líricos de la película [Crónicas] vinieran de este “monstruo”, sin sugerir de ninguna manera que sus acciones son justificables».
Vinicio es monstruosamente lírico gracias a matices presentes también en Rabia (Cordero, 2009; adaptación de la novela homónima de Sergio Bizzio), específicamente en José María (Gustavo Sánchez Parra) y su novia Rosa (Martina García), quienes aparecen entre las sombras de la mansión donde trabaja ella y él se oculta luego de haber asesinado.
El matiz mencionado se evidencia en la luz que permite recoger el cuerpo de una rata envenenada —para retomar una escena de esta última película—, la que también permite verla agonizante e indefensa, para así identificarse con ella, por el hecho de que siente.
Rodaje de Rabia (2009). Fotografías cortesía de Sebastián Cordero.
En Ratas, ratones, rateros (Cordero, 1999), Ángel (Carlos Valencia) y Salvador (Marco Bustos) muestran esa dualidad que enriquece a los personajes. Lo monstruoso aparece humanizado en la pasión musical de Alex DeLarge, de la misma forma en que se muestra como redención imposible en Derek Vinyard.
Luego de percibir lo conveniente que puede resultar omitir estas escenas de la memoria o de la reflexión, supongo que alguna forma de corrección podría censurar las representaciones en el cine.
Cuando la ficción respeta a la realidad, se produce el delirio
Fotograma de Crónicas (2004). Imagen libre de derechos. Cortesía.
En Crónicas, los escrúpulos del reportero estrella del programa sensacionalista Una hora con la verdad —que se transmite desde Miami— son tan móviles como las de su camarógrafo Iván (José María Yazpik) y de su productora Marisa (Leonor Watling).
En su «Introducción al guion», Cordero escribió que
De manera muy arrogante, [Manolo] piensa que puede exponer una situación extremadamente frágil, sin tomar en cuenta que su propio lado oscuro va a afectar la historia que trata de contar. Tal vez hay parte de mí en él [admite el director]: definitivamente compartimos una fascinación por las historias mórbidas con las que la humanidad se encuentra. Es esencial para mí que el periodista nunca tenga un juicio moral hacia el asesino: ¿cómo puedes ver la paja en el ojo ajeno cuando tienes una viga en el tuyo?
La pregunta sobre la ética de los reporteros parece tener una suerte de veto en cómo se presentan en la vida real. Esa imagen pulcra —de quien señala con el dedo ya no solo a los culpables, también a otros colegas y maneras— se contradice con personajes-periodistas como el citado o con Víctor Silampa (Daniel Giménez Cacho) de Perder es cuestión de método (Sergio Cabrera, 2005; adaptación de la novela homónima de Santiago Gamboa), por nombrar un filme que también coprotagoniza Martina García (Quica).
Fue esa suerte de asepsia moral la que ha hecho que un tabloide quiteño publique en su portada —bajo el titular «Narcocultura ¿cuánto nos afecta?»— un collage en que destacan las portadas de las novelas La Reina del Sur de Arturo Pérez-Reverte (sobre la cual Telemundo empezó a producir una serie de tres temporadas en 2011), La Virgen de los sicarios de Fernando Vallejo (adaptada al cine en 2000, con la dirección de Barbet Schroeder y guion del propio Vallejo) y una foto del actor Andrés Parra en el papel de Pablo Escobar, el patrón del mal (Caracol Televisión, 2012).
A la ausencia de un análisis que permita ver los matices de estas ficciones, se suman omisiones del contexto. Parra interpretó al Escobar que se había perfilado en la investigación que hizo el periodista Alonso Salazar para su libro La parábola de Pablo y en el guion de Juan Camilo Ferrand. «Es la única serie que hasta ahora va a tratar la historia desde el punto de vista de las víctimas y no solo de los victimarios», le dijo el coproductor, Camilo Cano, a diario El Espectador antes del estreno.
Su padre, Guillermo Cano Isaza, fue director de ese periódico hasta su asesinato, el que fue perpetrado en 1986, por órdenes del Cartel de Medellín. Aunque se cuidaron nombres y detalles reales de otras víctimas, la serie las retrata y muestra su vida como un ejercicio de memoria. Que un diario recomiende cuidarse del «ataque» de los productos culturales, evidencia la idea de que estas historias se perciben como tan banales que ni siquiera vale la pena poner su contenido a debate, mejor desecharlo.
Un fantasma al que llaman narco
«Pongámosle pausa a esa explicación tan marginal de tener un villano, tan melodramático que es maligno, feo, un demonio que acecha por tu vida. La política usa esta matriz, la usa y dice la tengo fácil: puedo usar estos miedos», le dijo Omar Rincón a la periodista cultural Jéssica Zambrano en el marco de la exposición Narcolombia, cuando esta estuvo abierta en Guayaquil.
En su reportaje —publicado en la revista de arte contemporáneo Artishock—, Zambrano define a la estética narco como lo que «viste a la lógica capitalista con la que se está homogeneizando el mundo», además, escribió sobre la muestra:
Lo narco no es el otro
Lo narco no es una respuesta a los males de la sociedad
Lo narco es una estética
una ética
Lo narco es el capital
Lo narco está entre los otros pero entre nosotros también
Lo narco es un discurso que negamos desde la clase
¿La acumulación de capital es inocente? Nunca.
La última semana de marzo se confirmó que somos una sociedad capaz de fascinarse con declaraciones como las de Mayra Salazar, la relacionista pública del narco, mientras el sector de quienes producen contenidos está convencido de que lo dañino son las narcoseries y narcotelenovelas.
El cine, esa mano propia
Una máquina plateada, africana, era la trampa en la que unos tipos metían billetes negros que habían llenado de tinta para evitar supuestos controles y evadir impuestos. Lo que sacaban, con trucos como el yodo, era dinero real. O eso parecía. Para sacar más y más había que invertir dinero, mucho, en químicos secretos. Algunos ecuatorianos —luego paraguayos, peruanos, colombianos, españoles— cayeron en la estafa, en Quito, hace algo más que una década.
Había ido a ver la comedia negra Los Wánabis (Santiago Paladines, 2023) sin imaginar que la historia estaba basada en el caso real de esa estafa. La alquimia de los billetes, en la ficción, atrapa a Juan Pedro (Gabriel Haedo), un padre joven que gastará los ahorros de su esposa, María Gloria (Erika Russo), en esa suerte de máquina de ascenso social.
Los Wánabis (2023) volvió a las salas de cine en marzo de 2024. Imagen libre de derechos. Cortesía.
El arribista al que el grupo de amigos cholea más es Beto (Francisco Pazmiño), quien quiere multiplicar los ahorros de sus abuelos. No puede faltar el hijo de un abogado millonario, Diego (Daniel Calvopiña), con suerte entre las mujeres de un Quito de vicios, la capital de un país sin futuro. Parece que solo tangencialmente esa quimera de representar al país puede hacerse realidad en el cine.
«Babahoyo es una ciudad que durante siglos se ha inundado de dos a tres metros durante cinco meses seguidos cada año, y la persistencia de su gente ha sido más fuerte que la naturaleza hasta ahora», escribió Sebastián Cordero en «Intenciones del director». «Las casas no tienen agua potable, pero tienen televisión. Es un lugar increíblemente bello y rico, pero también puede llegar a ser un infierno en la tierra. Es un lugar como ninguno, que merecía ser inmortalizado en el cine».
Todas las clases sociales han sido reflejadas. Será hora de representar a políticos con la brutalidad de Sé que vienen a matarme (Carl West, 2007; adaptación de la novela homónima de Alicia Yánez Cossío). Será hora de representar a policías y militares, sin que un presidente se queje como se quejó uno de la forma en que aparecían los gendarmes en un cabaret en Feriado (Diego Araujo, 2014), esa historia que desacraliza el estatus rebelde de los metaleros.
Al insistente afán de tener un cine que represente al país le sobrevino la pandemia… y el narco. Fue como si un telón oscuro eclipsara un imposible, como si al afán cursi e ilusorio de ser —o creerse— una «isla de paz» lo hubiera aplastado un fundido a negro. Sin créditos —no había a quién agradecer—, lo que vino después fueron gritos, masacres: todo se tornó violento.
Luis Fernando Fonseca (Quito, 1988). Es periodista. Entre 2014 y 2020, fue reportero de la sección Arte/Cultura del diario El Telégrafo. También, colaboró con la revista Cartón Piedra de ese medio y, actualmente, con el sitio digital La Barra Espaciadora y los periódicos Expreso y Extra. Los archivos, el teatro, la música y el cine han sido otros temas que ha narrado, además de escribir perfiles en torno a derechos humanos y migraciones. Es editor de la sección Cartón Rock, dedicada a la música clásica del futuro —el metal—, que publican revista Bixicleta o Radio Cocoa.