Monda & Lironda

REVISTA AZUAYA ESPECIALIZADA EN CRÍTICA CULTURAL Y ESCRITURA CREATIVA

NÚMERO 23

noviembre-diciembre 2024 | CUENCA, ECUADOR

La memoria de los distraídos

Por: Luis Fernando Fonseca

Imágenes libres de derechos intervenidas por Juan Contreras.

El encubrimiento que ejercen los propagandistas políticos en Ecuador ha erigido figuras de caudillos que parecen sacados de la ficción. Su engaño pretende que dejemos de leer y que descalifiquemos a los que escriben desde el extranjero, también desde adentro. Hay que distraerse de los lugares comunes para percibirlo y vencer el olvido.

El título de este artículo puede interpretarse como la reseña de un estudio, hecho por investigadores de una universidad gringa, en el que se dice que un grupo de personas que suele olvidarse de ciertas cosas tiene más materia gris en el lóbulo parietal superior, es decir, que tienen el cerebro más maduro, aunque los experimentos no sean definitivos a la hora de comprobar eso como teoría. Sin embargo, este título apunta hacia el lado contrario. La inmediatez del mundo actual y la sobreinformación, que han hecho aparecer estudios para justificar cualquier idea, pueden decirnos mucho de cuán poco preparados estamos, ya no para recordar, sino para comprender ciertos hechos.

Hace unas semanas, la revista The New Yorker publicó una crónica, del periodista Jon Lee Anderson, con el título «Ecuador’s Risky War on Narcos» («La peligrosa guerra del Ecuador contra el narcotráfico»). Los disparates que se dijeron sobre ese texto, publicado en inglés y con dos meses de trabajo de su autor, parecían no haber incluido su lectura o develaban una lectura sin comprensión, atravesada por inclinaciones ideológicas y distintas conveniencias. También se confirmó que, en Ecuador, las expectativas sobre la clase política tienen que ver más con cuestiones de fe que con exigencias o afanes de entendimiento. Cuando una persona quiere imponer lo que cree, pese a relatos y evidencias, admite —cada vez, en más ocasiones y sin darse cuenta— que lo suyo es un credo.

Y eso que Anderson había dejado una pista para que las distracciones, sobre la forma en que perfiló al presidente Daniel Noboa, no vayan a perderse en el maniqueísmo. Al inicio de su «Letter From Ecuador» («Carta desde…», nombre de la sección de reportajes) se pregunta: «¿La campaña del presidente Daniel Noboa contra las bandas de narcotraficantes pone en peligro la democracia que dice defender?». Si existiera la honestidad de quienes pretenden pontificar sobre lo que escribió este reportero estadounidense, dirían que es precisamente por su negación y falta de fe en la democracia, que prefieren la figura del caudillo a la de un ser humano con sus claroscuros, como es Noboa. Pero como los defensores de la propaganda gubernamental ocultan sus verdaderas motivaciones, prefieren aducir, muy confiados, a que el presidente fue engañado por Anderson, mientras caminaban rodeados de su escolta, charlaban en su despacho del Centro Histórico o volaban en el avión presidencial. Esa mentira es tan simple que ni siquiera concede pensar que ese caso —el del novato al que se le «fue la lengua»— representa riesgos al tenerlo como gobernante. Lo que hicieron fue endilgarle, sin matices, la responsabilidad de una manipulación improbada a un reportero que ha perfilado, en el mismo espacio, al rey Juan Carlos de España, a Augusto Pinochet, a Hugo Chávez, a Fidel Castro o a García Márquez. En ese afán incluso adjetivaron a la revista, porque la mentira como techo imposible se sostiene mejor sobre las columnas de la arrogancia.

La propaganda disfrazada de buenas maneras en el periodismo ha negado lo relevante de quienes han ejercido el poder en el Ecuador desde hace décadas. También, ha exaltado minucias que hacen que los expresidentes parezcan unos señores agrupados en un club de veteranos incomprendidos, como si no les debiéramos gran parte del estado actual de las cosas a varias de sus decisiones y componendas. No importa que estén en la escandalosa condición de prófugos o en la discreta y lastimera vejez. No es casualidad que Correa se haya quejado de la forma en que aparecen sus declaraciones en la crónica de Anderson, quien además de contextualizarlas, las contrastó; tampoco lo es que haya nombrado a Lasso, en la crónica, con una descripción que sus exempleados han querido excluir del relato nacional: «un conservador impopular que dimitió dieciocho meses antes de lo previsto, bajo amenaza de juicio político por presunta malversación de fondos».

Quienes pretendieron descalificar el relato están en contra de una forma de escritura, una que va a contramano de la entrevista de un solo acto, la que les resulta más fértil por los fragmentos que se comparten en plataformas como TikTok o X. Lo que quieren que prevalezca es una forma de olvido que encubre. Por eso la distinción que hace Anderson entre Nayib Bukele y Noboa —con datos sobre el presidente salvadoreño, el testimonio de uno de los colaboradores del ecuatoriano y la declaración final de este, con gesto de desaprobación incluido— les incomoda ardorosamente a quienes ven, en sus aparentes similitudes —juventud, arbitrariedad sobre la rehabilitación y hábil uso de la propaganda—, un valor en el que han fijado su credo. Las conveniencias suelen borrar los matices.

En Bagdad, mientras cubría el epílogo del régimen de Sadam Husein, a inicios de siglo, Jon Lee Anderson reservaba cuartos en tres hoteles distintos, porque uno de ellos podía ser bombardeado esa noche, ha contado el también cronista Juan Villoro —en el perfil «El americano impaciente»—. Basta leer ese prólogo de El Dictador, los demonios y otras crónicas, para desentrañar el aparente enigma del buscador de buenas historias que es su colega: «La excepcional empatía que establece con sus interlocutores explica el grado de confianza que despertó en Bagdad mientras las tropas de su país bombardeaban la ciudad».

Antes de trabajar como periodista, Anderson llegó por primera vez a Ecuador como aventurero. Cuando lo entrevisté hace cinco años, recordó que había recorrido el país desde el río Napo hasta las Islas Galápagos. Su lectura del momento era que la tensión por el cambio de poder en Quito no alcanzaba a ser una conmoción. Ahora, sabe que, a la inseguridad y violencia que nos ha puesto en las primeras páginas de los diarios del mundo, se ha unido una forma ya conocida de hacer política en la región:

Cuando se celebren las próximas elecciones, en febrero de 2025, Noboa seguramente tendrá que enfrentarse a otro candidato elegido por Correa —escribió Jon Lee Anderson para The New Yorker—. Para sobrevivir políticamente, debe debilitar la influencia de Correa y su estrategia es claramente culparlo por la narcopolítica que ha consumido a Ecuador.

«Los riesgos que ha corrido este cronista servirían de poco sin su sentido ético. No es un buscador de peligros», dice Villoro sobre Anderson. En una ocasión, el mexicano lo escuchó burlarse de quienes practican deportes ridículamente extremos, sin otro criterio que su adrenalina. En el hall de hotel quiteño en el que conversamos, Jon Lee tampoco advertía muchos riesgos y reafirmaba aquello de que la muerte, actualmente, suele seguir solo de forma excepcional a los reporteros. Mientras acompañaba a Noboa, tampoco debió haber sentido ese peligro. En Guayaquil, el presidente se tomó dos días libres para visitar a sus familiares y, en ese momento, Anderson obtuvo el permiso para visitar La Roca. La cárcel donde muchos otros reporteros sí que han afrontado riesgos y amenazas de muerte.

Una de ellas es Karol E. Noroña, quien ha reunido sus historias en el libro Ausencias: nombrar al Ecuador profundo, el que ha presentado en una de las pausas de su exilio. En el prólogo, la periodista María Sol Borja describe su trabajo sobre las cárceles como un desafío para una sociedad prejuiciosa.

Atreverse a contar historias de gente que, para muchos, era descartable […] nos ha permitido ver un país oculto para la mayoría. Un país desigual y roto que sobrevive con todo en contra. Un país donde la violencia es una forma más de supervivencia. Injustificable, sin duda, pero no inexplicable.

En el conmovedor capítulo «Notas del exilio», Karol narra por qué «se fue para seguir contando». Entre fragmentos de canciones de salsa y recuerdos de algunas copas, aparecen dos frases de los periodistas mexicanos Javier Valdez (1967-2017) y Marcela Turati, fragmentos que serán tan reveladores como entrañables para quien los lean. Karol tuvo que salir del país debido a amenazas recibidas por su trabajo periodístico, mientras se cumplían 5 años del asesinato, en la frontera entre Ecuador y Colombia, de sus colegas Javier Ortega, Paúl Rivas y Efraín Segarra. Ella había cubierto desapariciones forzadas en el país, muertes en medio de protestas sociales y la violencia del crimen organizado. Desde 2021, puso su atención en las masacres carcelarias, en las que han sido asesinadas más de 600 personas.

Ecuador se convirtió en un show necropolítico, un pozo que solo albergaba cadáveres en prisiones gobernadas por la mafia —escribió Karol Noroña en Ausencias: nombrar al Ecuador profundo—. Que es una «guerra entre bandas», decía el expresidente. Que su violencia es una «declaratoria de guerra contra el Estado», gritaba el ministro. Que la violencia es un «intento de golpe de Estado», vociferaba el nuevo presidente. Cargos genéricos con un mismo discurso, pero diferente rostro. Ninguno, sin embargo, miraba hacia adentro, intencionalmente, para no decir lo evidente: las bandas narcocriminales no operan sin complicidad del propio Estado.

En el principio fue la crónica (José Martí, Tomás Eloy Martínez, Leila Guerriero) y no The New Journalism (Tom Wolfe, Hunter S. Thompson, Joan Didion), recuerda el editor fundador de Etiqueta Negra, Julio Villanueva Chang, en el apartado final de su ensayo «El que enciende una luz. ¿Qué significa escribir una crónica hoy?». Allí explica que «en ciertas publicaciones de Estados Unidos, la figura del editor ha sido una escuela y una influencia decisiva en el trabajo final de los cronistas, una complicidad que en la tradición hispanoamericana casi no existe entre editores de periódicos y libros». Quizá por esa ausencia de complicidad es que resulta tan espinoso leer el resultado de que Jon Lee Anderson haya seguido a Daniel Noboa.

He reído con otras reacciones a esa historia y, mientras le comento algunas de estas lecturas al profesor e investigador Tomás Quevedo, él insiste en otro detalle: durante una de las visitas que Anderson le hizo a Noboa, se dio cuenta que llevaba consigo Fouché, el genio tenebroso, la biografía de Stefan Zweig sobre el astuto y amoral ministro de policía de Napoleón. No es tan difícil leer no ficción para comprender la realidad. Hasta el presidente lo hace.

Luis Fernando Fonseca (Quito, 1988). Colaboró con la revista Cartón Piedra y, actualmente, con el sitio digital La Barra Espaciadora y los periódicos Expreso y Extra. Es editor de la sección Cartón Rock, dedicada a la música clásica del futuro —el metal—, que publican revista Bixicleta o Radio Cocoa.

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