Monda & Lironda

REVISTA AZUAYA ESPECIALIZADA EN CRÍTICA CULTURAL Y ESCRITURA CREATIVA

NÚMERO 25

MARZO 2025 | CUENCA, ECUADOR

Wiener y Jáuregui: las Gabrielas que reescriben la memoria

Por: Issa Aguilar Jara


A Mariuxi Balladares: por todo.

Collage de Gabriela Wiener y Gabriela Jáuregui. Imágenes libres de derechos intervenidas por Juan Contreras.

Cada vez que puede, una gran amiga me recuerda y me repite: «Never meet your heroes», pero yo nunca le hago caso. No la escuché, por ejemplo, cuando acepté, en junio pasado, la invitación de la organización de la Feria Internacional del Libro de Quito, a conversar con las escritoras Gabriela Wiener y Gabriela Jáuregui.

A Wiener la he leído incansablemente, como a ninguna, y, aunque a Jáuregui la acababa de leer, la sola idea de conocerlas y charlar con escritoras de la disidencia, me ponía nerviosa, miedosa, o ambas. Así que llegué muy temprano a la mesa, hice un reconocimiento del espacio, ejercicios de respiración y todos los rituales posibles para que los nervios no me ganaran y para apartar de mí el cáliz del síndrome de la impostora que a tantas nos habita. Fallé. Como buena estratega, traté de salvarme confesando en público mi fanatismo por Gabriela, pero ella, con esa picardía media innata, dijo algo como: «¿Eso nos incluye a las dos? Ambas nos llamamos igual». Fallé también leyendo sus biografías: por la trayectoria amplísima de las tocayas, cualquier intento de resumen de vida parecía inútil ante el exceso de información en internet. Las biografías, como esos ejercicios de memoria tan extraños que engordan o adelgazan con el paso del tiempo, me hicieron notar que Wiener —la escritora y periodista peruana (Lima)— y Jáuregui —la escritora y traductora mexicana (Ciudad de México)— son, sobre todo, latinoamericanas y, por eso, su trabajo ha decantado en una cosa inevitable: contar la historia como les ha dado la gana.

Dicen por ahí que, una sale de su tierra, pero la tierra no sale de una. ¿Han experimentado imposturas desde los territorios que actualmente habitan (Gabriela Wiener en Madrid y Gabriela Jáuregui en el campo mexicano)?

Gabriela Jáuregui: Escribir siempre es una impostura que nos permite revelar cosas muy profundas (que no la verdad, pues no sé qué es). Ciudad de México [CDMX] es mi territorio, me encanta el caos, el ruido, las capas de historia, de sangre, de mierda. Soy muy chilanga, así que moverme al campo fue una decisión de enorme vulnerabilidad e incomodidad. Ahora vivo en San Mateo Acatitlán, que está como a dos horas de CDMX, es un territorio en disputa, entre la minería y el narcotráfico. Llegué a insertarme como foránea, con «las mejores intenciones» de sumarme a la lucha de defensa del territorio, aunque también provengo de un lugar muy incómodo que contribuye a la gentrificación.

Entonces, apareció una incomodidad identitaria muy grande por querer ser parte del lado bueno de la historia y, al mismo tiempo, tener que hacer un doble de trabajo, para demostrarle a la gente que habita allí, ancestralmente, que no era su enemiga. De eso se trata lo que estoy escribiendo, de ese lugar incomodísimo e impostadísimo en el que traigo el corazón en la mano y donde trato de descubrir cómo me integro a la lucha.

Gabriela Wiener: Mi territorio —desde hace veinte años que vivo en el Reino de España— es el de la diáspora, un lugar complejo en el que debo nombrarme en toda la literatura y el periodismo que escribo, desde una condición migrante. Muchas veces he hecho un retrato de lo que es una latinoamericana, sudaca, mestiza y chola del Perú, atravesada por lo andino, pero también por un apellido europeo. Me he concentrado mucho en contar cómo los españoles tienen un complejo de superioridad con los latinoamericanos que han ido a hacer trabajos de cuidado y cómo el tipo de racismo que ejercen contra nosotras es paternalista, o sea, el más amargo, porque es difícil de detectar. Parte de mis libros han tenido que ver con esos autorretratos con los que he entrado a la impostura, porque soy una migrante privilegiada. Por supuesto, he tenido que hacer las filas de extranjería y que regularizar mi situación administrativa, pero llegué con un capital cultural, fui a estudiar, tuve trabajos para hacer periodismo y literatura, y es de esa salvedad de la que parto.

Cuando escribo mis crónicas, aparece esta intersección en la que puedo ser confundida constantemente con alguien que trabaja en las casas, una categorización que se hace desde el estereotipo y el prejuicio sobre un trabajo sexualizado. Las preguntas que me arrinconan —eso escribo en Huaco retrato [2021]— cuestionan a dónde pertenezco o mi identidad en los territorios de la diáspora, que son totalmente confrontativos, tanto que toca encarnar el conflicto y que nuestra presencia esté allí, para recordar muchas cosas que vienen detrás, porque las huellas están completamente latentes y surgen de los caminos que van haciendo las que se fueron.

Imágenes libres de derechos intervenidas por Juan Contreras.

***

La novela Huaco retrato llegó a mis manos por el generoso préstamo de un amigo escritor que este año se fue, probablemente, a un lugar muy parecido a las estrellas. Inteligente como él solo, Camilo Chacón no permitió que le robara el libro y, antes de su muerte, me pidió, con la misma generosidad, que se lo devolviera. La traducción de esta novela, Undiscovered, estuvo nominada al Premio Booker 2024, uno de los más prestigiosos para obras publicadas en inglés.

Además de Huaco retrato —quizá su obra más célebre—, Gabriela Wiener es autora de: Sexografías, Nueve Lunas, Mozart, la iguana con priapismo y otras historias, Kit de supervivencia para el fin del mundo, Llamada perdida, Ejercicios para el endurecimiento del espíritu, Dicen de mí, Qué locura enamorarme yo de ti y Una pequeña fiesta llamada Eternidad.

A Gabriela Jáuregui, en cambio, tuve la alegría de leerla justo antes de la FIL Quito. Lo que creí que sería el duro reto de terminar su novela Feral en una semana, se convirtió en un placer cargado de emociones, encanto y un llanto incontrolable. Esta, su primera novela publicada por Sexto Piso en 2022, ganó el Premio Nacional de Bellas Artes 2023. Gabriela, además, fue seleccionada por la lista Bogotá39, como una de las escritoras más prometedoras en América Latina de menos de 40 años y ha escrito: Controlled Decay, La memoria de las cosas, Leash Seeks Lost Bitch, ManyFiestas!, Tsunami y Tsunami 2.

«Nunca conozcas a tus héroes», me repetía como un mantra durante el conversatorio. Así que, usé el último as que tenía bajo la manga para controlar los nervios: les pedí a mis entrevistadas que leyeran, con sus voces, fragmentos de sus novelas. Esta vez, no fallé.

Gabriela Jáuregui lee un fragmento de su novela Feral, en el marco de la FIL Quito 2024.

Gabriela Wiener lee un fragmento de su novela Huaco retrato, en el marco de la FIL Quito 2024.

Vengo de una ciudad serrana llamada Cuenca, en la que, hasta hoy, el apellido tiene una suerte de jerarquía sobre el estado emocional de las personas. Quiero decir, antes de preguntarte: «¿Cómo estás?», te preguntan: «¿Qué apellido eres?». En los fragmentos que ustedes acaban de leer, hay una línea de tiempo, un nombrar. Se habla muchísimo de la importancia y la fuerza de nombrar en la escritura. ¿Creen que con su escritura han roto, de alguna forma, el gabinete de curiosidades de sus familias o de sus antecesores?

GJ: Yo tengo una abuela a la que le separaron de su lengua, de su identidad, y que migró a la ciudad desde un pueblo del norte de México que se llama Múzquiz. Mi escritura es una desobediencia y es una incursión en esa herida, una forma de rehacer el archivo. En mi primer libro de cuentos, quise voltear de cabeza esta idea del gabinete de curiosidades, que es el proyecto colonial de la colección y del ordenamiento de la epistemología, pues todo está dividido en compartimentos y categorías. Entonces, sí, pienso todo el tiempo en feralizar el lenguaje que usamos —porque, además, escribimos en una lengua que es colonial— y en cómo podemos subvertir, desde lo que tenemos, para abrir las heridas, para ponerlas de cabeza y traer a la mesa no solo el dolor, sino también el gozo de estar vivas.

GW: En este fragmento de Huaco retrato, que es el primer párrafo del libro, la protagonista se pone en una situación donde se refleja o encarna en una pieza de museo. Lo que no solamente tiene que ver con una zona borrada, sino que, además, su antepasado es quien probablemente haya borrado toda la ancestralidad indígena. Así que, todo se cruza en ese momento: cómo no sentirse parte de la colección, una pieza objetualizada más, arrancada de sus propios territorios, llevada y expuesta a Europa, siendo alguien que siente ese desarraigo de habitar un tipo de migración.

La verdad es que una no sabe qué tanto resentimiento habrá cargado, porque el racismo atraviesa, incluso, nuestras historias familiares (eso es algo de lo que no se habla). Teniendo yo una familia evidentemente marrón, en mi novela, estas dos energías me habitan siempre. Soy una cuestión irresuelta, quiero sentirme identificada con ese apellido blanco que «me blinda», pero estoy en tensión constante con la identidad. Busco la manera de hacer un exorcismo yendo detrás de Charles Wiener, ese viajero de finales del siglo XIX, ese personaje europeo e ilustrado que nos dio el apellido del que mi familia Wiener se siente orgullosa. Cuando empiezo a perseguir todo un camino de no oficialidad, encuentro algo que es mucho más oscuro y tremendo: la historia de la cultura occidental, un lenguaje insultante contra lo cholo, lo indígena y lo marrón. Debo decir que eso encendió en mí una furia, pero también me iluminó.

Los historiadores dirán: «¡Cómo se te ocurre juzgar a un tipo de otro siglo!», pues sí, ¡me encanta juzgarlo con mis criterios de este momento! Y fíjate que Charles era un progresista de la época, no quería exterminar al indígena, quería «reeducarlo». En toda la historia se muestra cómo la protagonista se refleja constantemente en este personaje, aunque con toda la intención de demolerlo y decirle: «La Wiener que va a pasar a la historia seré yo, no tú». Fue muy complejo manejar todo esto, porque mi familia se lo tomó como una traición. Me metí con la identidad de los otros y, por supuesto, se hizo el silencio entre nosotros por un tiempo.

Gaby Jáuregui, «nada es lo que parece», reza una frase popular. En principio, se refiere a las cosas y luego a las personas o a las situaciones. Vos escribes mucho desde la memoria de las cosas y que no siempre son lo que parecen. ¿Qué tanto se asemejan los escritores a esos objetos de la memoria? ¿Pueden ser los escritores unos farsantes también?

GJ: Sí, definitivamente sí. La búsqueda de quien escribe y cómo lo leemos al otro lado de la página es siempre distinta. Así que sí, las cosas nunca son lo que parecen y las personas se imaginan cosas que tampoco lo son. En mis personajes, por ejemplo, todas soy yo y a la vez ninguna. La impostura también es parte de la pregunta de la escritura, incluso cuando se está escribiendo periodismo, porque tu verdad está desde donde escribes. Esas son las preguntas de la escritura: ¿quién es dueña de la memoria?, si contamos esta historia y lo hacemos de una forma y no de otra, ¿qué impacto tiene? Me pregunto lo mismo que mi tocaya, porque: quién tiene derecho a la memoria, a contarla, a formar parte del archivo y de la Historia —con h mayúscula— y quién no. Prefiero preguntarme cómo hacer la historia —con h minúscula— desde la desobediencia. Entonces, se me ocurre: ¿qué tal si nos fugamos de quienes nos quieren civilizar y creamos un archivo de la fuga?

Gabi Wiener, en tu escritura dices, con una honestidad brutal, que la familia no es sagrada, que el embarazo y la maternidad no son perfectos, que la sexualidad es libre, que el mundo es misógino, racista y homofóbico. Has escrito cosas como: «La teoría me la sé, pero cómo me la meto al cuerpo». ¿Algún día el monstruo de la moral ha querido jalarte de las patas y obnubilarte?, ¿has temido o borrado algo antes de que sea publicado? Dime que no, por favor.

GW: Todo es una impostura. Mi libertinaje es pura impostura, es evidente, quien me conoce lo sabe. Tengo amigas que me han acusado de moralista, quizá, porque, dentro de mi aparente orgía, hay una estructura. Mi ascendente obviamente lo escondo, porque soy una sagitario fogosa, pero me avergüenza, pues seguramente de allí viene alguna de mis regulaciones [risas].

Creo que, en mis libros, me ha interesado mucho dejarme en evidencia de una manera juguetona, tramposa y divertida, eso lo permite la literatura, el lenguaje, el narrarte con algo de escarnio. Me gusta mucho la ambigüedad que crea el humor en las historias, me gusta confundir, moverme en lo no binario, aunque eso no quiere decir que yo sea tan fluida, sino que quisiera serlo. Escribo para encubrirme un poco y la mirada externa me obsesiona. Estas risitas que suelto ahora son, a veces, nerviosas, ah…, pero desde el comienzo me vi en conflicto y eso tiene que ver con la violencia originaria con los cuerpos. Una se construye buscando una mirada tierna del mundo, una mirada de reconocimiento. Me obsesionan, también, las miradas crueles, las que me desvirtúan como persona o como escritora, desde un patriarcado literario o una academia. Siempre estoy debatiendo con esos molinos de viento.

Cuando publiqué Sexografías, se me acusó de inventarme todo, así que, en la reedición hice unas notas al pie de página, para contar que me había moderado, que había contado la cosa más light, por miedo a que me despidieran del trabajo, a que me acusaran de falta de ética periodística o a que mi marido me dejara. Eso suelo hacer con todas las cosas que me avergüenzan: las saco y las enseño. A esas clasificaciones literarias —o no—, sobre lo moral e inmoral —que pretenden saber más de una que una misma—, trato de no regalarles la etiqueta tan fácilmente. Me desetiqueto siempre.

Ya que hemos hablado tanto de memoria, vamos a jugar un poquito con la sinestesia. Voy a soltar palabras y cada una me dirá cuál es el color y sabor de ese término. Deben decir lo primero que se les venga a la cabeza.

huaco
GW:
marrón, tierra.

tsunami
GJ: verde, sal.

poliamor 
GW:
blanco, amargo.

amigas
GJ:
arcoíris, canela.

periodismo
GW:
verde dólar, pestilencia.

México
GJ:
negro, agridulce.

Quiero preguntarles eso que siempre les preguntan a las escritoras. Si escribir es un acto político, ¿de qué forma han creado resistencia a través de su escritura?

GJ: Uy, ¿será que la he creado? Tal vez nombrándola y dejando constancia de que, detrás de muchos dolores están las resistencias. No somos solamente la historia del dolor, sino también de nuestro disfrute. Si la domesticación ha sido ese espacio colonial, patriarcal, capitalista y de despojo, igual hemos desdomesticado el lenguaje con sus texturas, sus sonidos, sus fuegos y su sentido del humor.

GW: Estoy de acuerdo con mi tocaya, eso no se logra de manera individual sino colectiva. Hemos logrado resistir tanto como la hemos cagado, pero hay tantas voces desde las disidencias, desde los márgenes, que nos permiten dejar de callar y crear un efecto vital en el mundo. Entiendo la historia como algo cíclico, pero siempre estamos en pos de transformaciones y todo ha tenido que ver, precisamente, con reivindicar esas antiguas resistencias ancestrales. Hoy, más que nunca, creo que el mensaje que nos sostiene viene del pasado, pero es puro presente y altamente futuro.

¿Qué están escribiendo ahora mismo?

GW: Ayer, entregué las últimas correcciones de mi nueva novela. He escrito una novela roja, roja, roja… sobre una izquierda latinoamericana y con un trasfondo de las masacres indígenas. Es un libro para reencantarnos con la revolución, para volver a romantizar la lucha.

GJ: Estoy escribiendo dos libros al mismo tiempo: una novela que sucede en el territorio que habito y otra que es completamente ficción, sobre una pareja que vive en una especie de granja a la que regresa una habitante que es descendiente de los dueños originales. Entonces, se desarrolla un triángulo muy tenso.

***

Quisiera contar, en esta entrevista, cuánto nos reímos y divertimos con el público y las dos Gabrielas, pero eso sería una impostura que me tentaría a jugar con mi ego de periodista. Prefiero dejar a la imaginación de quienes lean esto lo que ellas dijeron sobre cómo lidiar con la popularidad; sobre la importancia de la terapia, las amigas, las hijas adolescentes; sobre las drogas, César Vallejo, las trabajadoras del libro, la productividad y todas esas pequeñas obsesiones que atraviesan la escritura.

«Never meet your heroes», me dijo mi amiga antes de que viajara a Quito, pero yo me encontré con escritoras que me convocaron, identificaron e incomodaron con sus heridas latinoamericanas —que también son las mías—, que crearon un pacto con mi yo lectora. Aunque me advierten siempre que no endiose a nadie, a veces —en un eterno retorno—, lo hago y no me decepciono.

Issa Aguilar Jara (Cuenca, Ecuador, 1988). Es periodista, escritora e hinchapelotas como si no hubiese un mañana. Ha escrito los libros de poemas Con M de Mote se escribe Mojigata (La Caída, 2018), Poliamor Town (Ganador de la convocatoria para publicaciones de la Casa de la Cultura Núcleo del Azuay, 2020) y Dos tragos de sinestesia (Premio Nacional de Poesía César Dávila Andrade, 2022). Actualmente dirige la Unidad Editorial y de Publicaciones de la CCE Azuay.

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