La Torre de Ur
Por: Javier Melero De Luca
Entrada al Oriente de Luis A. Martínez y Torre de Babel de Franz Stieberich, imágenes libres de derechos intervenidas por Juan Contreras.
La estructura apareció un día, sin más, en medio de la pradera. El primero en verla fue Ur. Se había despertado temprano esa madrugada, mucho antes que los demás de su tribu. Estiró los brazos y caminó fuera de la arboleda para contemplar el horizonte. El pico montañoso que habían cruzado el día anterior cabía ahora en el espacio entre sus dedos, ese que usaba para señalar y el otro, más corto y más ancho, que estaba a su lado. Hacía una pinza con ellos y ponía la montaña ahí, en miniatura. Una luz tenue dentro de su cabeza le sugirió que caminar empequeñecía las cosas: los árboles, los ríos y hasta las montañas.
Cuando terminó de contemplar el paisaje, la vio en medio del prado. Apareció de la nada. Ur retrocedió varios pasos, tropezó con una raíz y cayó de espaldas sobre la hojarasca. Iba a huir. Lo que sentía en el pecho lo empujaba a correr: quería que aquello se hiciese pequeño pronto, pero la curiosidad pudo más que el miedo. Se acostó sobre el suelo de tierra y comenzó a usar sus manos y sus pies para avanzar sin ser visto, como los depredadores cuando están a punto de lanzarse sobre su presa; como había hecho él, también, hasta hacía muy poco. Se acercó con cuidado, escondido detrás de las espigas más altas del prado. Desde ahí la contempló, despacio. Era casi tan alta como una montaña, aunque tan vertical y cilíndrica como un árbol. Parecía hecha de piedra, pero una muy lisa y de colores azulados. Estaba compuesta también por otro material, grisáceo y brillante, frío y resistente, pero Ur no supo cómo llamarla. Nunca antes la había visto. Se acercó un poco más, intentando medir las reacciones de aquel gigante inmóvil. El viento pasaba por entre las espigas y las mecía. Ur se dio cuenta de que los pájaros y los demás animales estaban tranquilos; entonces, la ventanilla dentro de su cabeza se abrió de nuevo y dejó colar una luz informe que borboteó para decirle: «Es seguro». Con su inteligencia incipiente olfateó el entorno. Se aproximó hasta quedar frente al gigante y le dio la vuelta a toda su circunferencia. Cuando estaba próximo al punto de partida, se abrió por arte de magia una abertura en la parte baja de la montaña-árbol-piedra-gigante. Un sonido gutural y súbito brotó de su garganta: «¡Mach1!» y se alejó un par de brazadas. La abertura desapareció al instante y Ur decidió volver a la arboleda. Varios de sus compañeros estaban ya despiertos y arrancaban frutos de las ramas más bajas. Ur les explicó con señas y sonidos torpes lo que había descubierto.
Después de varios días de tanteos y extrañas domesticaciones, el grupo decidió entrar a la montaña-árbol-piedra-gigante. Ur se acercó al lugar donde había visto la abertura y, de nuevo, la pared se abrió mágicamente. Lo que apareció detrás fue una caverna larga e inusualmente recta. Una claridad —como la que Ur producía frotando el pedernal sobre la yesca— brotó, como por ensalmo, a todo lo largo del espacio. Ante esto, algunos se cubrieron el rostro, maravillados, o se prosternaron antes de seguir, poco a poco, hacia el interior de la montaña-árbol.
Pasaron muchas lunas. Ur y los de su tribu fueron descubriendo lo que había dentro del gigante inmóvil. Era extraño, pero en esa caverna no sentían frío ni calor, en las noches había luz sin necesidad de fuego y, aunque estaban muy lejos del río, el agua manaba de las paredes. «¡Mach!», pronunciaban cada vez que experimentaban la magia de la mole. Al comienzo iban y venían de la arboleda —o de otros lugares cercanos—, para buscar alimento. Luego descubrieron que había comida en algunas oquedades de la montaña-árbol. Entonces decidieron que ya no tenían que marchar a ningún otro sitio. Podían quedarse ahí para siempre.
La primera vez que pasaron la noche en el interior de la mole, se originó un altercado. Cuando el sol cayó, la estructura se iluminó desde dentro y, por tanto, aparecieron los reflejos de la tribu sobre el material con el que estaban hechas las paredes. Todos se abalanzaron contra ellas con palos y piedras, y golpearon las láminas hasta el cansancio. Después de un tiempo entendieron que no había peligro y que aquellas figuras solo imitaban sus movimientos. No comprendían cómo aquello era posible, así que pronunciaron mach por enésima vez2. Mucho tiempo después, un mercader les explicaría que ese material se llamaba biðrjo.
Pasaron los inviernos, muchos inviernos. Ur murió de causas naturales y fue enterrado con el honor máximo que estipulaba el rito. Su descubrimiento había sido el evento más importante de la historia de la tribu. Gracias a él, con el tiempo, sus descendientes adquirieron una habilidad especial, una que Ur solo tuvo a medias: la de pronunciar «vocablos mágicos», como comenzaron a llamarlos ellos mismos. Ya no eran solo ruidos o gruñidos sin sentido, sino sonidos articulados que producían un efecto maravilloso: hacían que los miembros de la tribu supieran lo que los demás tenían dentro de sus cabezas. Un viajante se acercó un día a la montaña-árbol y les enseñó que, además de pronunciarlos con su boca, podían dibujarlos: la magia que producían las palabras —el conocimiento de la mente de los otros— no tenía necesidad de ser pronunciada. Podían conjurarla sobre la tierra misma, dibujándola con cualquier rama.
Hubo un grupo, los que luego fueron conocidos en la historia como exerevnités —los exploradores—, que no se conformó con habitar en los niveles inferiores de la mole, sino que se atrevió a ascender a los espacios superiores y descubrir sus demás bondades. Algunos hallaron orificios con más alimento guardado en las paredes, otros encontraron maderas —con formas geométricas peculiares— en las que había kitaabens: objetos que contenían los dibujos que el viajante les había enseñado, grafías con miles de vocablos mágicos. Los descendientes de Ur comprendieron entonces que esa era la forma de hacerse inmortales: la luz tenue que fulguraba dentro de sus cabezas no solo podía pronunciarse o escribirse sobre la arena, sino que podía preservarse en los kitaabens y estos, a su vez, ser guardados en la madera de las paredes.
Mucho tiempo después, en los niveles superiores de la montaña-árbol, otros descendientes de Ur descubrieron biðrjo con poderes aún más impresionantes que el de sólo reflejar las cosas: estos mostraban gentes muy distintas a ellos que, además, hablaban en idiomas diferentes. Estos biðrjo les permitían ver sucesos que ocurrían en lugares distantes y desconocidos. La atracción que produjeron fue tan poderosa que muchos murieron de hambre y de sed por quedarse contemplando su magia por días sin fin.
***
Pahale purush era el nombre de la tribu de los originales: fueron los primeros en levantarse y caminar erguidos, los primeros en dejar entrar el sol en sus cabezas. Cuando comenzaron a emitir vocablos mágicos, se dieron cuenta de que algunos de esos sonidos tenían más poder que otros: no solo hacían que los demás de la tribu supiesen lo que ellos tenían en sus cabezas, sino que, además, lograban dominar las cosas mismas. La primera vez ocurrió así: los principales de la tribu estaban reunidos dentro de una cueva, cada uno pronunciaba un sonido y, luego, entre todos, decidían con cuál de ellos habrían de designar cada cosa. En esa ocasión, deliberaban sobre las rocas. Cada uno emitió su sonido, pero cuando Abl pronunció el suyo, la roca que tenían delante se levantó ligeramente sobre el suelo, cimbró como si tuviese vida propia y, desde su interior, emitió un resplandor hermoso y tenue que bañó a los presentes. Todos se prosternaron con la sensación de haber presenciado algo sagrado. Abl, el primero de los originales, supo entonces que no solo podían transmitir su pensamiento con las palabras, sino gobernar sobre todas las cosas. Aquello no era solamente un vocablo mágico, sino un aavashyak dhvani: un vocablo esencial. «Mach», dijo Abl, casi en un murmullo. «¡Mach!», repitieron los otros.
Desde entonces, los bhaashaavidon, o lingüistas, dedicaron su vida a buscar los vocablos esenciales de todas las cosas. Nadie sabe cuánto tiempo tardaron, pero al fin los descubrieron todos. Con los años entendieron que, además de pronunciar un sonido aislado, podían mezclarlos unos con otros y, así, crear sakaaraatmak: frases que cambiaban la forma de la realidad. Si querían modificar una caverna para hacerla más espaciosa, los lingüistas inventaban una oración formada por las palabras esenciales: «piedra-vacío-semicírculo-más allá-cinco brazadas-todas-direcciones». La pronunciaban y, entonces, la frase causaba la magia. La caverna, que antes era angosta, se ampliaba cinco brazadas en todas las direcciones. Abl era el encargado de pronunciar las frases, aunque dejaba que los otros lingüistas lo ayudaran a construirlas. Era un trabajo delicado. Sabían por experiencia que errar en la sintaxis tenía consecuencias graves. Una vez colocaron un vocablo en la posición equivocada y despedazaron una manada de semovientes que pastaba en un prado cercano. En otra ocasión, hicieron colapsar una cueva en vez de ampliarla y, aún otra vez, desaparecieron unos troncos pesados que habían talado para construir una techumbre.
Abl y los demás lingüistas también notaron que la magia de los vocablos tenía sus limitaciones: concretamente, dejaba de operar cuando era usada para cosas que habrían podido acometerse fácilmente sin ella. Se dieron cuenta un día cuando uno de los lingüistas, Kyn, construyó una frase para derribar los frutos de un solo árbol de manzana. Abl la pronunció con insistencia, repasaron el orden de los vocablos muchas veces y, aun así, jamás funcionó.
Pasaron los inviernos. Los lingüistas se hicieron cada vez más habilidosos en la redacción de las frases. Con la magia construyeron espacios donde mantener encerrados a los animales que pudieron domesticar. También comenzaron a construir cuevas en mitad de las praderas, para no tener que vivir solo dentro de las montañas. La tribu de los originales dejó así de vagar en busca de comida: ahora podían producirla donde estuviesen. Construyeron pueblos con cuevas cada vez más numerosas y sofisticadas. Comenzaron a llamarlos nagaram o ciudades. Si alguna vez necesitaban viajar largas distancias, componían una frase que los trasladaba de un lugar a otro sin caminar.
Con los años, un pequeño grupo de los lingüistas comenzó a cuestionar que Abl fuese el único autorizado para pronunciar las frases. Es verdad que era un asunto delicado, pero dependían de él para acometer cualquier proyecto grande y, aunque los originales no morían de causas naturales, les preocupaba no contar con nadie más que supiese verbalizar la magia. Entonces, Kyn comenzó a practicar secretamente la pronunciación de los vocablos y a enseñar el arte de la dicción a un par de sus discípulos. Abl descubrió pronto el intento de Kyn. Él y el resto de los lingüistas decidieron desterrarlo por su desobediencia, pero Kyn, en vez de acatar la sentencia, usó la magia para asesinar a Abl. Entonces, en castigo, ocurrió िगरना, la gran Girana. Desde ese día, la tribu entera de los originales comenzó a perder la memoria. Los lingüistas empezaron a olvidar, poco a poco, el conocimiento de los vocablos esenciales. Sin embargo, lo más grave fue que, con la pérdida de las palabras, vino también la ceguera3. Las gentes de la tribu dejaron de ver todas aquellas cosas que la magia había producido: las cuevas modificadas, los espacios para el ganado, los silos para el grano y hasta los utensilios más básicos. Además, dejaron de ser inmortales y, con el tiempo, perdieron el uso del habla y la habilidad de andar erguidos, hasta que, un día, el sol huyó por completo de sus cabezas.
Transcurrieron milenios. Los hijos de los originales olvidaron por completo el pasado y tuvieron que aprenderlo todo de nuevo, hasta que Ur, un descendiente directo del linaje de Abl, sintió otra vez el borbotear del sol en su cabeza. Fue por esa época cuando salió de la arboleda y encontró la mole en el prado.
***
Muchos descendientes de Ur murieron adorando los biðrjo mágicos. Los que no, olvidaron cuál era la función original de los kitaaben, al punto que las generaciones posteriores no entendieron para qué servían esos artefactos repletos de dibujos minúsculos y austeros que no representaban nada concreto. La comida que estaba almacenada en los huecos de las paredes comenzó a escasear. Incluso llegó el punto en que los mecanismos que ayudaban a energizar la montaña-árbol se corrompieron. La Torre de Ur, como la habían bautizado sus descendientes, cesó de emitir calor en el invierno y frío en el verano. Dejó de encenderse la luz por las noches y de salir agua por los metales de las paredes. Comenzaron a morir de hambre y de sed, porque, para entonces, habían olvidado el arte de producir fuego con la yesca, el de cazar o el de orientarse observando las estrellas. Se habían acostumbrado al bienestar de la torre y este los había hecho abandonar el esfuerzo por incrementar y transmitir la ciencia de sus ancestros.
Casi todos perecieron. Solo ayudé a sobrevivir a unos pocos para preservar la especie. Fue así como decidí no apurar nunca más el devenir de las cosas. La experiencia de los eones —y de las diversas humanidades— me lo enseñó así. Entendí que no debía usar la magia de los vocablos para trasladar los conocimientos más avanzados de los ciclos anteriores a los prados de los nuevos ciclos. Ya no visitaré más a la humanidad disfrazado de mercader o de viajero. ¿Que quién soy?, se preguntará el hipotético lector de estas líneas. Unos me han llamado Homero, otros me confunden con espíritus angélicos o, incluso, con alguna deidad. No los culpo, alguna vez he usado los vocablos esenciales para presentarme en sueños a los filósofos y a los místicos, quienes luego han logrado afirmar cosas más o menos verdaderas.
Antes de abandonar por fin a la humanidad a su propia suerte, quiero, sin embargo, dejar por escrito esta especie de testamento. Mi nombre, en el idioma original, es कला, algunos lo tradujeron como Tecné. Soy uno de los discípulos de Kyn y miembro de los originales. Cuando ocurrió la gran Girana, o la caída —y por razones que aún después de tantos milenios desconozco—, fui el único que no perdió la memoria; tal vez, porque no estuve de acuerdo con el asesinato de Abl o porque sabía que debía respetar el ser de las cosas. En todo caso, retuve el conocimiento de los vocablos esenciales y la inmortalidad de la que gozaban mis hermanos. Muchas veces me cuestioné sobre el propósito de mi vida en el gran esquema de las cosas. Sin mayores certezas, concluí que debía ayudar a las diversas humanidades a progresar a través de los tiempos. Sin embargo, he visto a los hombres cometer los mismos errores demasiadas veces. Por eso he decidido no intervenir nunca más. Si esto, ¡oh lector!, ha llegado hasta tus manos y lo comprendes, significa que tomé la decisión correcta: la humanidad habrá evolucionado otra vez sin mi ayuda y, por tanto, lo merece. Solo me pregunto si, además de haberse ingeniado los símbolos y las palabras de siempre, lograrán algún día descubrir de nuevo los vocablos esenciales y desentrañar así el misterio más profundo de las cosas. Por el bien de la humanidad, espero que no. Es mi único deseo antes de entregar mis ojos cansados a la luz más intensa.
1 Nota del editor. Varios milenios después, cuando los antropólogos revisaron el footage de los circuitos cerrados de TV del rascacielos, encontraron coincidencias entre el vocablo mach y la raíz indoeuropea de la palabra magia.
2 Nota del editor. En siglos posteriores, un mercader les explicó a los descendientes de Ur que el material con que estaban hechas las paredes se llamaba biðrjo y que se fabricaba mezclando, en el fuego, ciertas piedras con arena de sílice. Así comenzó a producirse la fayenza.
3 Nota del editor. Algunos estudiosos afirman que, en este pasaje, el autor puede referirse a la famosa frase de Ludwig Wittgenstein en su Tractatus logico-philosophicus: «Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo». Otros arguyen que, más bien, puede aludir a ciertos pasajes de La rebelión de las masas de José Ortega y Gasset.
Javier Melero De Luca (Venezuela). Es cineasta; emprendedor; cofundador del medio digital independiente El Pitazo; amante de la montaña; fan de Gandalf, Newton y Aristóteles; y (ex)adicto a las galletas María.