La calle: una metáfora de la desolación
Por: Francisco Santana
Imágenes libres de derechos intervenidas por Juan Contreras.
Hoy mataron a mi primo. Se llama Jordan. Lo digo en presente, aunque su tiempo, su rostro redondo, su cuerpo mediano, su piel tostada, también su sonrisa escondida, de a poco, se transforman en pasado. Todo él, incluso la idea de un sueño que no fue, se va borrando. Mañana, o algún martes cualquiera de un tiempo que se me ocurre infinito, nada quedará de Jordan. Solo dos balazos resonando en el aire, cuando el día empezaba en un pueblo pobre de la Costa ecuatoriana. Toda muerte es indigna, no hay una muerte mejor que otra. Quizá lo que hace la diferencia es que, en muchos pueblos de Ecuador, algunos mueren con el polvo entrando por la boca, por los ojos. Supongo que eso es lo que llaman miseria.
Jordan tenía su tribu urbana, una pandilla pequeña que rodaba por las riberas del Estero Salado, junto al puente Portete. Se curtió en las calles de Guayaquil, en la 36, entre Vacas Galindo y Bolivia. Hablo de un suburbio áspero, duro, fuerte; un barrio de gente guapa y fiera, como muchos de las zonas deprimidas de Ecuador. Yo también viví en ese desorden. Todos éramos culpables, igual que en la película: Los sospechosos habituales. En ese lugar no hay espacio para la inocencia, no es posible el sosiego. Pero, aun así, en algún momento, entre los trece y los dieciséis años dijo que quería ser artista, actor; algo que lo sacara del fango en el que se consumía y desesperaba cada día. Me pareció extraño que no pensara en ser electricista, mecánico o comerciante, como su padre. Jordan quería relacionarse con la cultura y el arte. A lo mejor solo me lo dijo a mí, el primo que publicaba en algunos medios. Por supuesto que me dio risa, era un despropósito. Las circunstancias, siempre las imposibles y estúpidas circunstancias, nunca estarían de su lado. Me lo dijo en una fiesta popular —cultura no oficial—, donde bailábamos en la calle. Jordan no entendió mi risa, pensó que estaba borracho. Me pidió algo de dinero y, después de un rato, se fue con su pandilla. Ahora lo sé: la droga había entrado en su vida. Se convirtió en un artista del desastre.
En las esquinas de los barrios de una ciudad donde las calles no tienen nombre, donde los vecinos beben del mismo pico de la botella, comparten las colillas de los cigarrillos y las paredes de las casas; las fronteras se borran, no existen límites. La calle se convierte en una metáfora de la desolación y la cultura que algunos entienden como un instrumento de transformación social, ya casi no es posible. En esas calles, recovecos y zaguanes, en donde se inventó la cultura de la vida, en donde nació el encebollado —gloria de la cultura alimenticia ecuatoriana—, ya no es posible vivir. Como decía el poeta Ricardo Maruri: «ahí la vida es a muerte».
Es de noche en Ecuador. Todo se diluye en el vaivén de los tiempos, como si fuera una fantasía del terror. El miedo entra en la gente como las balas en los cuerpos. Quizá exagero, acepto que es imposible tener certezas sobre todo lo que ocurre en un país. Pero ahí, en esas calles en donde antes hubo mucho de todo, incluso desorden, ahora no hay nada: están las calles vacías. Ya no hay marimba ni arrullos en Esmeraldas. Nadie juega pelota en el suburbio de Guayaquil. Los niños no van a los estadios. Nadie imita a Julio Jaramillo en ningún salón. Solo los sospechosos comen cangrejos por las noches. No hay amorfinos en Manabí. Nadie baila en el barrio de La Ronda de Quito. Nadie canta hip hop ni rap en los parques de Ibarra. Nadie baila breakdance ni breaking. No hay juegos de cuarenta en la calle de los velorios. Las paredes que servían como lienzo de pintores trasnochados amanecen blancas como los sepulcros. Alguna mano en nombre de la autoridad borra los grafitis. Los autos y las motos se apoderan de la Calle Larga de Cuenca y las personas huyen. Solo queda un rodeo montubio en algún lugar sin nombre. Las fiestas populares desaparecen. La vida se vuelve gris. Las formas del arte que inventó la cultura urbana se refugian en los museos. Las voces oficiales se imponen por encima de la calle. Atrás de todos, queda el barrio sumido en la oscuridad. Tampoco es que cualquier tiempo pasado fue mejor. Ninguna tecnología moderna es la manifestación del infierno. La vida avanza incoherente, es tal su naturaleza.
Las expresiones culturales que también surgieron como mecanismo de protesta, manifestación o revelación —y que muchas veces fueron fundamentales en la organización social, la creación de comunidades o la resolución pacífica de conflictos— se diluyen en el tiempo de la vergüenza. Parafraseando a la española Martha Sánchez: el dolor nos vuelve de papel, caminamos bajo el sol, pero es invierno en nuestros corazones. Siempre es invierno, no hay otoño, no hay paraíso. Y así, indetenible, otra vez, entra la noche en Ecuador.
Si la cultura es la vida y está presente en todas las manifestaciones humanas, también es posible que sea parte del caos que somos capaces de crear. En la investigación del ecuatoriano Arduino Tomasi, se puede leer que, en el subregistro de muertes violentas, de 2007 a 2018:
las circunstancias exactas de la muerte de 7379 ecuatorianos quedaron sin esclarecer, un promedio estremecedor de 1,7 muertes por día. Cada una de estas muertes violentas potencialmente representa un crimen sin resolver y sugiere una violación masiva de derechos humanos fundamentales (como el derecho de las familias a la justicia y la verdad), así como una situación de impunidad generalizada y sistemática en Ecuador.
Lo terrible de la muerte es que acaba con todo. Es natural morir, pero cuando entra la violencia y altera la naturaleza humana, se rompe el mundo. Ya no es posible el sueño: alguien nunca amará ni será amado. Algún ser humano ya no tocará marimba, no escribirá un poema, un cuento, una novela; alguien no cantará canciones; ya no habrá grafitis ni bailadores callejeros; ya no será posible otro Julio Jaramillo. La calle se muere, la cultura urbana también. No se puede sobrevivir en la calle sin cultura. Según el portal digital Primicias, de enero a abril de 2024, hubo 1876 muertes violentas en el país.
Es temerario afirmar que no hay progreso en la cultura urbana. Es poca la visibilización o presencia del trabajo de los artistas urbanos, más bien desaparece. ¿En dónde buscar respuestas serias para combatir las injusticias que ocurren en la calle, el barrio, la ciudad? Según Tomasi, entre 2011 y 2013, la trata infantil en Ecuador superó en 69,57 % el promedio latinoamericano. Una estadística escalofriante que pone de manifiesto la vulnerabilidad de los niños y la magnitud del problema. Estos patrones apuntan consistentemente a una crisis previamente encubierta, con profundas y preocupantes implicaciones para los derechos humanos y el estado de derecho en Ecuador. La evidencia acumulada exige una seria consideración y un debate público urgente sobre este crítico período en la historia ecuatoriana.
La calle cambió de dueños. La cultura urbana y el espacio público tienen otras reglas. La violencia y las muertes que generan las pandillas y bandas armadas son respuestas imposibles. La luz se va. El fuego queda dentro de nosotros.
Francisco Santana (Guayaquil, Ecuador, 1968). Estudió Periodismo, Diseño y Literatura; es tallerista y profesor de Escritura Creativa. Como cronista y periodista ha escrito para los diarios El Universo y El Telégrafo; y para las revistas SoHo y Mundo Diners. Ha escrito los libros de ficción: La piel es un veneno, Historia sucia de Guayaquil y Pequeñas historias cochinas. Además, es conferencista y profesor invitado en varias universidades del país, y ha participado en las ferias del libro de Guayaquil, Quito y Cuenca.