Monda & Lironda

REVISTA AZUAYA ESPECIALIZADA EN CRÍTICA CULTURAL Y ESCRITURA CREATIVA

NÚMERO 23

noviembre-diciembre 2024 | CUENCA, ECUADOR

Lo terrorífico que brota de la nostalgia

Por: Eduardo Varas

Imágenes libres de derechos intervenidas por Juan Contreras.

Una vez que, en 2019, se anunció el live action de The Little Mermaid saltaron miles de críticas por esta nueva versión, una de las tantas que Disney ha venido haciendo, en años recientes, de sus clásicos animados. ¿Por qué? ¿Por la falta de ideas nuevas; porque hay historias que no se deben tocar; porque es un problema grave el hecho de recurrir al pasado y pasarle una manita de gato —como lo hiciste con el carro de 2008 que pintaste y quieres vender, en 2024, casi al mismo precio en que lo compraste—?

No, nada de eso. El drama —que se acrecentó con la aparición del primer tráiler de la película en 2023— fue que la protagonista del filme era la cantante Halle Bailey, una mujer afroamericana. Sí, Disney osó en hacer que Ariel —un personaje de ficción, un personaje animado— fuera negra. Eso fue una afrenta para muchos: sí, gente molesta por un tema racial alrededor de un personaje de animación.

Así hubo comentarios que rechazaban que Ariel ya no fuera blanca y pelirroja, porque esa era la imagen con la que muchos crecieron. Gente que, de entrada, decía que como no había parecido —por el color de piel—, no iba a ser buena esa versión. Personas molestas porque Disney, en su afán de ser «woke» o «progre», estaba «dañando» el pasado. La nostalgia no es lo problemático aquí, el inconveniente existe cuando lo que genera escozor es lo que asumimos política e ideológicamente alrededor de ella.

Nuestra relación con el pasado cultural, con la nostalgia, resulta en un eterno retorno que no es nuevo. Se ha venido dando de manera recurrente en el último siglo de la humanidad, gracias al desarrollo tecnológico que ha permitido que registremos imágenes en movimiento, además de todos los sonidos posibles. Llevamos tantos años experimentando tendencias en lo musical y audiovisual que, ni bien terminan de extinguirse, empiezan a recrearse de alguna manera. Alf vuelve todo el tiempo, en forma de fichas.

No es que no haya nada nuevo bajo el sol, es que, cuando falazmente asumimos que todo estaba mejor, experimentamos una constante búsqueda de aquello que se vivió en otro momento. En los 90, la nostalgia significaba mirar hacia los 60 y 70, por ejemplo. En las tres décadas que ya vamos del siglo XXI, miramos a los años 80 y 90, y también a otras décadas más lejanas, pero buscamos algo más, ya no es solo la nostalgia por esa época. Vivimos ahora un anhelo por las ideas terribles que suelen estar detrás de cierto sentido de pasado. Ese es el gran drama. No es que se haga una nueva versión de The Little Mermaid, sino que la nueva Sirenita sea negra. Sentimos nostalgia por algo tenebroso.

Antes de la pandemia ya estábamos advertidos. Hace más de veinte años, Slavoj Žižek nos lo explicó, en sus textos y conferencias, sobre la melancolía. Decía que lo que realmente nos acongoja al enfrentarnos a los objetos del pasado no es su pérdida en sí —porque estos siguen existiendo—, lo que nos interpela es la pérdida del deseo por ellos, es decir, que ya no nos atraigan, que ya no nos gusten.

Lo que genera esa pérdida de deseo —si bien Žižek explicaba las prohibiciones frente a lo ansiado— es la necesidad de aspirar nuevamente eso que se deseaba antes, con la misma o mayor fuerza. La urgencia por ese anhelo es irrefrenable, es como si quisiéramos sentir algo de nuevo a toda costa.

Esta melancolía mueve al ser humano de hoy y es riesgosa. De acuerdo al mismo Žižek, la pandemia nos ha legado un sentido peligroso de la nostalgia, en la medida en que, desde el confinamiento de 2020, somos más solitarios, estamos desesperados y vivimos aún en un espacio de aislamiento que nos exige encontrar un nuevo sentido para existir.

Esa nueva forma de vida nos está llevando a un terreno teocrático de horror y de rechazo al otro —al distinto—, porque hoy solo se puede hacer comunidad entre los que piensan igual.

En el campo de la repetición del pasado pop y en las críticas a las nuevas maneras de repetirlo descansa una de las formas más terribles que tiene el ser humano para existir, una en la que se desean objetos de un pasado que no ocurrió como tal, para someter a otros alrededor de ideas en las que el capital económico está por encima de todo. En este contexto, el peso de los nacionalismos es más fuerte y se vive al vaivén del racismo y de conceptos de dominación.

Es en las reacciones a la nostalgia por esos productos culturales que salta un conservadurismo que no pide que no se rehagan películas, series o estilos musicales, solo quiere que reflejen melancolía por algo que nunca fue como se recuerda, porque en su momento, en los 80 y 90, por ejemplo, aquellas cosas que se hicieron dependían de otros conocimientos e ideas que hoy ya no son necesarios.

Sin embargo, hay gente, millones en el mundo, que luchan una «batalla cultural» en pos de algo que no existió. Este es un tipo de conservadurismo que se refleja en el renacimiento político de movimientos que proponen, de igual manera, un retorno a un pasado de terror, disfrazándolo de algo mitológico.

La nostalgia pop: campo de combate

En 2012, George Lucas vendió su compañía Lucasfilm por cuatro mil millones de dólares a Disney y, con eso, los derechos de las franquicias de Star Wars e Indiana Jones. Tres años después apareció una nueva película de Star Wars, el episodio VII, The Force Awakens, y para muchos fanáticos fue problemática, porque —¡Oh, por Dios, la herejía!— había una heroína en el papel protagónico. Se trataba de un personaje que apareció como la nueva Luke Skywalker y que, además, era capaz de hacer un montón. Rey, interpretada por la inglesa Daisy Ridley, tenía una impresionante relación con la Fuerza y era una gran piloto. No hubo muchas personas felices, porque, al tener una mujer como el personaje con más poder en ese universo, alguien destinada a enfrentarse al gran villano, aparentemente se estaba alterando el ADN de esta saga.

Llegaron a decir que todo esto respondía a la agenda feminista y progre de Kathleen Kennedy —productora de grandes éxitos del cine de los últimos cuarenta años y presidenta de Lucasfilm— y hasta hubo gente que protestó porque un actor negro, John Boyega, fue presentado como el primer stormtrooper afro. Pese a que la película recaudó más de dos mil millones de dólares en taquilla, algunos fanáticos extremos y tóxicos la consideraron como un fracaso.

Estas críticas tuvieron más presencia en redes, después de que se estrenó el siguiente filme, The Last Jedi, de 2017. Entonces, llegaron incluso a acosar con comentarios de odio a actrices como Kelly Marie Tran —hija de vietnamitas—, por su personaje de Rose Tico, lo que la obligó a cerrar su cuenta de Instagram.

El nivel del absurdo llegó a tal punto que, en enero de 2018, se publicó en sitios de descargas pirata una versión de 46 minutos, denominada The Last Jedi: The De-Feminized version, que omitía todo lo que una persona anónima consideró era discurso feminista. Esa reedición era un desastre narrativo, evidentemente.

Y ni hablar de todo lo que se dijo sobre The Rise of Skywalker, el episodio IX, de 2019. En ella hasta se cometió la osadía de colocar en pantalla el primer beso entre dos mujeres del universo de Star Wars.

Los reclamos alrededor de lo «woke», «progre» o «feminista» de estos contenidos masivos no tienen que ver con la nostalgia —que, en el caso de los fanáticos de Star Wars, entre los que me incluyo, parece ser el único espacio que se habita—, porque, cuando en otros productos de esa franquicia no hay mujeres a la cabeza y aparece Luke Skywalker como el gran héroe —The Mandalorian, por ejemplo—, todo está bien. Cuando las mujeres se convierten en los catalizadores de la acción, estalla el problema. Muchos hablan de errores en la producción o los malos guiones, y se hacen todas las críticas posibles al diseño de producción o a la puesta en escena, como ha sucedido con la serie The Acolyte, que no es mala, pero ha sido denostada porque se atrevió a intervenir en la nostalgia, en el objeto del deseo, y caminar por otro lado.

Alterar un relato clásico se vuelve una afrenta. En The Acolyte, los jedis son retratados como una estructura tan rígida y poderosa que se vuelven víctimas de sus propias bajezas.  Eso no es desdibujar a los héroes, es ampliar las posibilidades narrativas de lo que millones de personas en el mundo conocen. Pareciera que no hay espacio para cambios o para reflejar la hermosa complejidad de la sociedad mundial de hoy. Hacerlo se ha convertido en un ataque, como si aquello que se hizo hace casi cincuenta años no se pudiera releer con una mirada contemporánea.

Hay gente que no puede lidiar con la nostalgia como un espacio para lo heterogéneo, porque, para muchos, se estaría influyendo negativamente en la cultura. Y no es posible que se acepte como algo normal que, por ejemplo, la sirenita sea negra o que la gran heroína de la galaxia sea una mujer. Ni hablar de que dos mujeres se besen hace mucho tiempo, en una galaxia muy lejana.

La famosa batalla cultural, de la que el argentino Agustín Laje se ha hecho eco en un libro publicado en 2022, es una realidad para algunas personas. Laje, tomando algo que la antropología ha explicado, desde hace muchísimos años, al mostrarnos que todo lo humano es cultura, ha escrito que esta «se ha vuelto estructural […] [y que] atraviesa el corazón mismo del poder». Por eso, el enfrentamiento ante los productos culturales es un tema político.

De acuerdo con la posición de la nueva derecha, lo cultural es el campo de una lucha política que va y viene, que rechaza aquello que sea inclusivo o permita una mejor representación de lo diverso de lo humano y que se manifieste en la parte que nos compete como sociedad: la vida pública.

De Star Wars a la nostalgia peligrosa

«Cuando las mujeres se convierten en los catalizadores de la acción, estalla el problema». Imágenes libres de derechos intervenidas por Juan Contreras.

Todo lo que se ha rechazado de la nueva trilogía de Star Wars —que, desde luego, tiene sus problemas, pero ninguno por una agenda «progre»— se sostiene bajo la idea de que antes no pasaban estas cosas. Pareciera que quienes emiten estas críticas supieran cómo fue el pasado, cuando es evidente que no lo saben. Por ejemplo, una de las críticas más comunes a la nueva trilogía es que inventa constantemente nuevos poderes para los jedis, como en The Last Jedi, película en la que la general Leia Organa puede flotar en el espacio y Luke Skywalker puede proyectar su imagen a través del espacio y millones de años luz. Sin embargo, desde la trilogía original, creada por George Lucas en 1977, en cada filme aparecen nuevos poderes para los jedis. En A New Hope pueden controlar con la mente lo que hacen otros personajes y en The Empire Strikes Back pueden mover objetos sin tocarlos o aparecer como fantasmas. En Return of the Jedi tienen telepatía y una destreza para el combate suprahumana. Lo mismo sucede en la trilogía precuela, en la que también aparecen nuevos poderes, como la súper velocidad o la capacidad de desviar rayos con las manos, en The Phantom Menace y Revenge of the Sith, respectivamente.

Se le exige a la nostalgia regresar a un pasado que nunca fue. Una actitud que se refleja en terrenos que van más allá de los productos culturales. Si cada vez hay más rechazo a un storytelling que complique y profundice la nostalgia, es porque afuera del mundo de Star Wars y otras sagas, la humanidad busca volver a un pasado que responde más a un mito, a una aspiración, que a una realidad.

En su artículo «Political nostalgia is always a lie, and a potent weapon», Rebecca Ruiz escribe sobre cómo la nostalgia puede hacerte sentir bien, pero al mismo tiempo te oculta la verdad. Ruiz recoge las palabras de Herman Grey, profesor de sociología de la Universidad de California en Santa Cruz y autor de Cultural Moves: African Americans and the Politics of Representation; él define muy bien este momento histórico: «La nostalgia suaviza los bordes duros de la historia e intensifica los momentos que nos parecen deseables».

Grey toma de ejemplo el eslogan que usó y usa Donald Trump para su campaña electoral y da en el clavo: «Tomemos algo como Make America Great Again [Hagamos a Estados Unidos grande otra vez]: ¿Grande para quién? ¿Grande cuándo? La nostalgia elude la historia: es una forma de no tener que enfrentarse a las realidades históricas cómo fueron en ese momento y cómo produjeron desigualdades y marginación».

Esto que se vive en la vida real, con el resurgimiento y la amenaza del nacionalsocialismo en algunos países europeos, el crecimiento de un libertarismo y una derecha poco educados que blanden una retórica antiinmigrante, tiene su correlato en la nostalgia pop. La famosa batalla cultural quiere crear una conciencia falsa de un pasado mejor.

Si la nostalgia está cruzada por el deseo de un pasado que nunca fue así y si los productos culturales y los discursos políticos se mueven en función de esa melancolía, ¿qué nos queda por hacer? Transitamos una época difícil. Hay gente que inventa la historia y lucha por ajustar el estado de los productos culturales, para que el presente se mueva acorde a sus formas de ver el mundo. No es que estas personas quieran consumir arte o cultura actual, o vivir en el mundo de hoy, quieren que todo sea como ellos esperan. El peligro está ahí.

Esto es algo sobre lo que reflexionó la teórica cultural, artista visual, novelista y dramaturga rusa-estadounidense Svetlana Boym, quien habló de dos formas de nostalgia: la reflexiva y la reparadora. La reflexiva es la menos complicada, es casi una manera pura y funcional de añorar algo, como si fuésemos el meme del abuelo Simpson hablando a los más jóvenes. Pero la restauradora es muy peligrosa.

En su texto «Why nostalgic politics are dangerous», Gregory Rodríguez explica lo que Boym quiso advertir:

La nostalgia restauradora tiene dos líneas argumentales esenciales: la primera es el retorno a un pasado sagrado y la segunda son las conspiraciones que explican por qué se perdió ese pasado. Como tales, estos movimientos nostálgicos vienen a ser más la búsqueda de chivos expiatorios que la recuperación de cualquier tipo de tradición. Son especialmente atractivos para los grupos que se sienten víctimas del cambio en el mundo moderno.

Esa nostalgia sobre lo que se vive y los productos culturales que consumimos no es más que el deseo de construir un lugar en el que menos personas compartan la misma mesa.

Si bien siempre hemos vivido en un mundo que enfrenta a los buenos y a los malos, la lucha de hoy está en entender que la historia y las series y películas que vemos responden al espíritu de la época en que se hicieron y que no podemos consumir esa cultura sin contextos.

No puede vencer el deseo de un grupo de personas que cree estar en una batalla para acabar con lo complejo y diverso —todo lo hermoso que nos vuelve seres humanos—, una batalla que niega, incluso, la capacidad natural que tienen la creatividad y la imaginación para contar algo que, si bien ya se narró antes, se puede relatar desde otras profundidades e ideas.

Eduardo Varas Carvajal (Guayaquil, 1979). Escritor, músico y periodista. En 2011 fue seleccionado por la FIL de Guadalajara como uno de los «25 secretos mejor guardados de América Latina». Ha publicado Conjeturas para una tarde (BCE, 2007), Los descosidos (Alfaguara, 2010), Faltas ortográficas (CCE, 2017), Esas criaturas (Cadáver Exquisito, 2021) y Las tres versiones (Cadáver Exquisito, 2022). Con este último libro ganó el premio de novela corta Miguel Donoso Pareja, de la Feria Internacional del Libro de Guayaquil.

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