Monda & Lironda

REVISTA AZUAYA ESPECIALIZADA EN CRÍTICA CULTURAL Y ESCRITURA CREATIVA

NÚMERO 25

MARZO 2025 | CUENCA, ECUADOR

Nada más que la verdad

Por: Santiago Montoya Ordóñez

Imágenes libres de derechos intervenidas por Juan Contreras.

T. estaba esposado a la mesa. Tenía las muñecas deshechas, la piel vuelta girones y los brazos empapados de sangre. A la habitación entraron dos hombres, uno era un soldado fuertemente armado que se detuvo a un extremo de la habitación, sin nunca quitar la mano de su arma; el otro se quitó el abrigo con parsimonia, cuidando que no se arrugara, antes de colgarlo en un perchero cerca de la puerta. Su aspecto era impecable. El cabello peinado a raya, el rostro bien afeitado y la pulcra sonrisa de un adepto a la verdad.

—¿Cómo se siente hoy, señor T.? Hace una hermosa mañana ahí afuera.

T. sabía que eso era imposible. Llevaba detenido un par de horas. ¿O no? Levantó la cabeza y, de pronto, le pareció que las paredes de la sala lo iban a aplastar. La náusea le subió hasta los ojos y se sintió terriblemente mareado. ¿Cuánto tiempo había pasado realmente?

—¿Listo para hablar?

T. asintió, aunque seguía visiblemente confundido.

—Hábleme de su grupo.

—No hay ningún grupo.

—¿Ah no?

—No sé de qué habla. Ya se lo dije al otro oficial.

—¿Cuál oficial?

—…

—Se lo aseguro, soy el primero en interesarse por su caso. Espero poder ayudarlo. De verdad.

T. volvió los ojos a la mesa. Apenas reconoció sus manos. Sacudió la cabeza.

—No necesito su ayuda.

—¿Está seguro? ¿Tal vez cometimos un error? Es posible. No siempre se puede acertar en todo, incluso nosotros tenemos que admitirlo. Cabo, venga aquí.

El soldado obedeció. Él y el oficial intercambiaron palabras inaudibles, en bajos gruñidos que resultaron indescifrables para T. Después de un instante, el soldado regresó a su puesto.

—Me temo que no hay ningún error en su caso.

—¿Qué fue lo que le preguntó a ese hombre?

El oficial sonrió perplejo, como si no esperara esa reacción.

—Volvamos al principio. Espero que sea usted más cooperativo.

—¿Qué le dijo? Los vi hablando y mirándome.

—Señor T., está acusado de alta traición. Debemos discutir su caso.

—Respóndame algo primero.

El oficial pareció intrigado. Se reclinó para oír mejor lo que T. iba a decir:

—Cuando usted me mira, ¿qué es lo que ve?

—No creo entender su pregunta.

—Cuando ese hombre me mira —señaló al soldado—, sé lo que piensa, porque no me mira realmente. Sus ojos me pasan por encima. Sé que se dice a sí mismo que no soy nada, pero, ¿usted?

El oficial pareció divertirse al oírlo. Volvió a recostarse en la silla y cruzó las piernas. Estiró las mangas de su chaqueta, siempre cuidando de que no se formara ninguna arruga.

—Veo a alguien que es un peligro para sí mismo, igual que para todos. Alguien que necesita ayuda y se rehúsa absurdamente a recibirla.

—No hay nada que usted pueda darme.

—Discutiremos ahora su caso.

—Ah, eso. Sí, soy un peligro para todos… —sonrió pronunciando despacio cada sílaba.

—Podría tener más pudor al reconocer sus delitos.

—No reconozco nada. Solo repito lo que usted ha dicho.

—Se le acusa de propagandista, por promover la formación de grupos sediciosos, y de difundir mentiras contra el orden natural. Su situación es grave, diría yo.

—Arbitraria, sería una mejor forma de ponerlo.

—¿No niega los cargos?

—Soy profesor de Historia. Nada de lo que ha recitado tiene ningún sentido.

El oficial extrajo del bolsillo de su chaqueta unos lentes con un marco delicado, como sus manos, y, fijando el dedo en una parte del documento que tenía frente a él, continuó:

—Aquí dice que usted afirma que existió un tiempo en el que todos podían decir lo que se les viniera en gana, que las personas podían asociarse según su capricho, en vez de ocupar el lugar que les corresponde, por naturaleza, para mayor gloria de la Nación y… —demoró en llegar a la parte que parecía afectarlo más que cualquier otra— y, lo más grave de todo: se atrevió usted a afirmar que el Partido no existió en ese tiempo.  

—Por supuesto que no existía.

—¡El Partido es eterno!

Incluso el soldado pareció apretar más fieramente su arma y estuvo casi a punto de desenfundarla. El oficial parecía incapaz de reaccionar de esa manera, hasta él mismo se sorprendió por el tono de su voz y trató de recuperar su compostura anterior.

—Reconozca usted lo que ha dicho.

—Reconozco haber intentado que mis estudiantes se hicieran las preguntas más elementales: «¿Por qué?» o «¿Y si hubiera ocurrido esto, en lugar de aquello?».

—Quiere saber el porqué de las cosas, yo se lo diré: por el bien de todos. En cuanto a lo segundo, ni siquiera voy a perder mi tiempo con alguien que se la pasa pensando en fantasías.

—Usted y todos los que son como usted tienen siempre malas respuestas, porque solo saben hacer preguntas pobres. Son ustedes los que han arruinado todo lo que pudimos ser. Eso no es ninguna fantasía, pero a ustedes les falta imaginación. Tampoco es su culpa. Nadie les enseñó a hacer las preguntas correctas. Nunca pensaron que era posible cuestionarse todo lo que dan por la verdad: que en su caso no es más que una caricatura…

—¡Cállese!

—…una distorsión interesada…

—¡Silencio!

—…un disparate, una pesadilla colectiva…

—¡Basta! ¡Basta!

—…una enfermedad mental en la que se nos ha obligado a vivir a todos.

Se levantó airado y dio la señal que el soldado había estado esperando. Este sacó su bastón y golpeó al profesor tantas veces como pudo, hasta que el oficial le ordenó que parara.

—Su confesión queda sentada, señor T. «Por sus palabras serán conocidos y se condenarán por su propia boca» —comenzó a recitar, mientras se ponía el abrigo.

—Usted es… el oficial… —su voz temblaba de dolor; su ojo derecho había reventado y, sin embargo, hizo un esfuerzo para levantar la cabeza y mirar a su verdugo— …su deber es condenarme… yo… yo enseño… enseñaba la memoria del pasado. Mi… mi deber es decirla para pensar el presente y lo que todavía puede ser el futuro y así… así… entender qué es lo que nos ha pasado y cómo hemos podido llegar a esto.

El oficial se dejó el abrigo sin abrochar. Permaneció pensativo, viendo los restos del hombre que ahora agonizaba con la cabeza hundida entre los brazos. Por largos minutos, no se oyó nada más que la respiración agitada de T. y algo que parecía el rumor entrecortado de su voz repitiendo una y otra vez: «¿Por qué?».

Santiago Montoya Ordóñez (Quito, Ecuador). Ha publicado La sinfonía del bosque (Cuento, 2009) y Los colores del Infierno (Poesía, 2022). Algunos de sus cuentos y poemas han aparecido en antologías y revistas impresas y digitales, como: Buenos Aires Poetry, Elipsis, Poesía (Universidad de Carabobo, Venezuela), Cigar City Poetry Journal (Florida, EE. UU.) y Fiesta en el Trópico (antología de cuento ecuatoriano). Actualmente, colabora con la revista literaria Mura.

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